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Solo recuerdo la emoción de las cosas

Los recuerdos de la protagonista, los silencios familiares que pretende completar, la casa, el jardín, el aguacate, los amigos, la juventud de los padres. El intento de viajar a Montevideo, como si se pudiera viajar al pasado para hablar con los muertos y que nos cuenten una vez más las historias que ya nadie nos cuenta

3/12/2018 - 

VALÈNCIA. Fui en busca del libro por el premio, porque aún quedan galardones que merecen nuestro respeto y editoriales capaces de ofrecernos lo mejor. Recordaba vagamente el título y el argumento, un sintagma escuchado a lo largo de la mañana y, de nuevo, ese espacio mítico del Uruguay. Esas pistas me habrían de llevar hacia ese nombre: María Tena, la escritora madrileña que había pasado su infancia entre Dublín y Montevideo, circunstancia enigmática, y de la cual no había leído nada.

Abrí el libro en el coche y entre los epígrafes, junto a John Updike y Virginia Woolf, aparecía una sentencia de Antonio Machado que era tan bella y tan sencilla que sonaba incontestable: “solo recuerdo la emoción de las cosas”. Y en la portada, una mujer de ojos grandes miraba al lector de costado, con una mueca que a primera vista parecía una sonrisa, pero que en realidad no lo era. Collar de perlas. Vestido de damasco. Melena rubia. A la izquierda un hombre con los ojos cerrados. Tras ella, a la derecha, otro hombre con la mano apoyada en el mentón, observando divertido la escena, camisa blanca, pajarita y aire antiguo.

Pasé la página antes de arrancar y de marcharme a casa, por fin, ese viernes. Y en el capítulo 0, construido tan solo con cinco líneas, el misterio se agrandaba: “Yo vengo de un lugar de donde siempre había que irse. Teníamos la maleta en la escalera, al lado de la puerta o al fondo del armario. Y aunque no la viésemos, sabíamos que siempre estaba ahí, lista para emprender la marcha”.  Suficiente. Hay promesas que, en ocasiones, se cumplen.

A las siete de la tarde, mi madre nos envió un whatsapp dándonos la noticia que saldría al día siguiente en todos periódicos con profusión de detalles. Accidente laboral. Cuando la llamé, comenzamos a organizarnos para acudir en un momento oportuno y para coincidir con esa parte de la familia a la que nos une (únicamente ya) cierto tipo de celebraciones.

Durante el sábado me sumergí en la lectura de esa novela, Nada que no sepas. En ella, la protagonista rememora aquel momento de la infancia en que su padre, un apuesto caballero, ordena hacer las maletas y emprender el regreso a casa, de Uruguay a España. Ese viaje de vuelta acontece de manera completamente inesperada, una mañana en que en lugar de ir al colegio, los niños se preparan para recibir a la tía Blanca, recién aterrizada, y subirse a un avión que los llevará a miles de kilómetros de allí. En ese avión, dice la protagonista, abandonó su infancia y perdió para siempre de vista Montevideo.

Montevideo, años sesenta

Deliciosa en cada párrafo, me demoraba en cada página recuperando, no sé si recuerdos, no sé si emociones. La protagonista de la novela recordaba aquella mañana en que su padre les ordenó regresar a España. La razón del viaje había sido la muerte de su madre, noticia apenas percibida por los niños, pues en la casa aquella mañana solo hablaban entre susurros y medias palabras, como si el silencio pudiera proteger a alguien.

Un día, una noche, te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba, decía Joan Didion. Queda la duda de si esa vida perdida se puede recuperar alguna vez.

Tras muchos años en Madrid, sin preguntarse siquiera por la muerte de su madre, o simplemente dando por buena la extraña versión en que su madre desaparece de repente, muere por un paro cardíaco e inmediatamente se organiza la vuelta a España, la protagonista de la novela se fija en una palabra: culpable. Una palabra pronunciada por uno de aquellos viejos amigos de la familia, de visita por España. “Él se sentía culpable”. Y es en ese momento cuando, para la mujer, la pieza que sostenía la arquitectura de la ficción que todos levantamos sobre nuestra infancia comienza a derrumbarse.

A los pocos días, toma un avión camino de Uruguay para volver a ver a sus amigas de la infancia, los lugares que fueron suyos y las pistas de un tiempo perdido que acaso alberguen alguna respuesta. Volverá a sentir los tirones en el pelo de Felisa, a ver el aguacate del patio, a pasear por la Rambla, la playa que da a la desembocadura del Río de la Plata y que se abre al Atlántico. Regresará emocionalmente a aquellos años sesenta en que sus padres vivían una vida deliciosa, hecha de veladas elegantes, escapadas a las librerías de Buenos Aires, excursiones con los niños o discusiones con amigos sobre política.

Cuando nos acercábamos al tanatorio por entre las calles gélidas y desiertas del polígono, íbamos hablando de esa parte de la familia a la que encontraríamos. La última vez que nos reunimos fue precisamente con la muerte de mi abuela. El mismo tío que esperaba en aquella sala a recibir abrazos y condolencias se había presentado la mañana en que despedimos a mi abuela con una bolsa de churros, como en un día de fiesta, para enfrentarnos a aquella mañana. Como quien sale de casa para traer lo mejor. Como quien decide cuidar a la tribu de manera primitiva. Pensar en los detalles básicos en el momento en que uno no es capaz de pensarlos. Llevar comida a los velatorios consiste en eso, una llamada a seguir viviendo.

Nada más cruzar el umbral del tanatorio, mi abuelo nos esperaba con la chaqueta abierta y las manos en los bolsillos. Y con él, comenzaron a desfilar rostros que almacenaba en algún lugar de mi memoria. Rostros que conocía pero que no ubicaba en una genealogía exagerada y desbordada en hijos, nietos, hermanos, sobrinos, primos y primos segundos. Caras que remitían a aquellos banquetes de domingo y de días de fiesta en la casa de la Brillantina, el barrio de casas bajas que creció asfixiado por el barranco, a un lado, y por las vías del tren a Valencia, al otro.

Aquella casa que pertenecía a mi bisabuela y en su salón, que recuerdo grande, extendían unas tablas de madera para decenas de personas. Aún recuerdo las dos habitaciones de la entrada, las mujeres fregando en la cocina, el árbol del patio y la quietud de la calle. En la arquitectura de la ficción de mi infancia aparecen las mismas canciones, los mismos bailes, la sonrisa de mi abuelo, las manos de mi abuela y los ojos entrecerrados de mi tío cuando se reía a carcajadas.

Existía la idea de una estirpe que, de algún modo, nos había convocado en aquel entierro dramático. Solo teníamos en común ese pasado y esa nostalgia. Las historias del pueblo. La infancia de los más viejos, que nos contaban una y otra vez, entre la miseria del campo y la miseria de la ciudad. Los nombres de los niños que ahora no seríamos capaz de reconocer caminando por la calle. Aquel mismo día escribió Javier Pérez Andújar un texto precioso titulado “Los viejos y las viejas”, en el que se preguntaba por qué los viejos y las viejas habían dejado de contar sus historias y por qué nosotros, que sí conocimos ese mundo, solo seríamos capaces de relatar las series de televisión que vemos.

Durante el tiempo en el que estuvimos en el tanatorio, revisé aquellos rostros de otra época, las arrugas en la cara, la flacidez de los cuerpos. Observé el cansancio de mi abuelo, quien asistía a esos rituales cada vez con mayor resignación. El desconsuelo de mi tío.

Al día siguiente, al retomar la novela de María Tena, las páginas se fueron ralentizando por la avalancha de evocaciones. Los recuerdos de la protagonista, los silencios familiares que pretende completar, la casa, el jardín, el aguacate, los amigos, la juventud de los padres. El intento de viajar a Montevideo, como si se pudiera viajar al pasado para hablar con los muertos y que nos cuenten una vez más las historias que ya nadie nos cuenta.

Quizás sea solo la emoción de la lectura. La emoción es lo único que recordamos. Aquellos rostros, aquella casa, aquel patio, aquel barrio, aquellas veladas, aquellas canciones, aquella cocina llena de mujeres, aquella quietud de la calle que transitaba del barranco a las vías del tren, aquellas manos de mi abuela eran completamente irrecuperables. Aun observando sus rostros de nuevo. Enterrando a uno de los primos que entraba y salía de aquellas habitaciones de la casa de la bisabuela.

Vernos en aquella sala, la única luz encendida de todo el polígono, certificaba la muerte progresiva de un pasado que hacía años que había dejado de existir. Últimos testimonios de un mundo que a partir de ahora no se conocerá.

Paso las páginas de María Tena con lentitud, emocionado, intentando retener algo de todo ello.

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