A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame
VALÈNCIA. En mis tiempos, Londres era un mito. A Inglaterra acudían cada año jóvenes a aprender inglés y venían con historias impresionantes y música de la que no nos habíamos enterado aún. Pero luego también había una buena parte que, terminados los estudios, se iban a Londres de aventura laboral. Estos contaban cosas aún más fascinantes, como que podían sobrevivir con el paro, que te lo daban sin condiciones ¡por existir! y encima encontrar cualquier trabajo estaba chupado.
Por supuesto, estaba el poner copas, pero también había trabajos absurdos. Un primo mío se dedicaba a meter y sacar cintas de una pared entera de vídeos para grabar VHS que luego se comercializaban. No era raro tener siempre presente la opción Londres si, como era previsible en 1993 con aquella crisis, al acabar los estudios te encontrabas en la calle. Ahora se pinta España como tierra quemada para los más jóvenes, y lo es, y de qué manera, pero en ese año yo recuerdo a mucha gente apalancada en los parques amarrados a su litrona con sus estudios recién terminados y un desempleo sin expectativas.
No recuerdo que nuestra cultura audiovisual, siempre tan disociada, le prestara demasiada atención al fenómeno. Como mucho, se veía el problema en secundarios de series de exaltación ultraderechista, como Lleno por favor, o en Farmacia de Guardia y similares. El único ejemplo que me viene a la memoria de jóvenes buscándose la vida en la pequeña pantalla es Chicas de hoy en día, de la que trascendió su sintonía, aún hoy la canto traumatizado, pero no tanto sus tramas. Tendría que volver a verla, pero recuerdo que las protagonistas querían ser actrices y se veían obligadas a trabajar de lo que fuera. La protagonizaban Carmen Conesa y Diana Peñalver, nuestra representante en Braindead de Peter Jackson. No lo pasaban bien y no pintaba un mundo de color de rosa. Quisieron revitalizar La2 con una serie para jóvenes y lo hicieron dignamente, otra cosa es que lo consiguieran.
Pensaba en esto porque he encontrado en una tienda de libros de segunda mano Londres me mata, de Hanif Kureshi. Pensaba que sería un relato, pero Anagrama editó directamente el guión de la TV movie, que en España la dieron las autonómicas. Daba igual, London Kills me a mí me pareció extraordinaria, sobre todo porque me explicó en qué mundo iba a vivir los próximos años.
Ese recuerdo me ha llevado a otra joya parecida, aunque más tardía: Spaced, lanzada en 1999 en Channel 4, y en clave de humor. Pero como siempre con los británicos, todo llega más lejos, más fuerte, más alto y más largo que lo español. Los protagonistas eran jóvenes tirados, pero deliberadamente fracasados. De hecho, los arquetipos eran tan reales que herían. La pareja protagonista eran un dibujante de cómics que trabajaba de dependiente en una tienda de tebeos, una licenciada en periodismo con “aprobado” incapaz de sentarse a escribir dos líneas, un fanático de lo militar expulsado del ejército que vivía con su madre y un artista, fracasado también, que vivía en un sótano cuyo alquiler pagaba acostándose con la casera.
Lo más gracioso es que todo estaba sacado de la realidad. Esa casera, alcohólica, que no para de pelearse con su hija adolescente, era en realidad la vecina de arriba de Jessica Stevenson, la actriz que interpretaba a Daisy. Ella misma, la primera vez que se mudó a Londres, se alojó en un piso donde le cedieron parte del salón. Cuando quería dormir, se ponía detrás del sofá mientras los demás veían la tele. Decía que casi se volvió loca con la experiencia.
Luego, a la hora de elaborar el guión, a los dos protagonistas les hicieron desdoblamientos “de género”. Al personaje masculino le pusieron de mejor amigo a alguien ubermasculino, que es ese chico obsesionado con la guerra y el armamento, que viste siempre de camuflaje, tipo duro con gafas de pera, pero que por dentro es solo un niño asustado, como dicta el estereotipo (y la experiencia real con ellos). Y al personaje femenino le pusieron una chica superficial, loca por la ropa y la moda, que va dejando comentarios hirientes y sarcásticos a todo el que se cruza.
Para más homemade, los creadores de la serie y los actores eran los mismos. Las ideas pasaban del papel a ellos sin filtros ni intermediarios. Toda creación de la magnitud de una producción audiovisual es un trabajo colectivo, pero con este mecanismo todo era muy directo. Es imposible no percibir lo mismo que con Peep Show, que se emitió muy pocos años después o en la versión británica de Shameless, del mismo año.
Porque nos encontramos con el mismo formato, series que no van de nada, solo muestran desventuras de personajes con los que se ceban cruelmente, pero con cariño. El pacto de irrealidad que se le ofrece al espectador es que todos los personajes protagonistas están exentos de maldad. Por muchas taras que tengan, o son criaturas heridas o son siempre bienintencionados. Eso hace que sean adorables y que, a la vez, su patetismo tire más por lo divertido que por lo triste.
En el subtexto, tenemos lugares comunes que luego se han repetido. Por ejemplo, el aspirante a algo en la industria del cómic en el pecado lleva la penitencia. Se pasa las horas jugando a la consola, cuando, efectivamente, fueron estas, entre otros entretenimientos, las que hicieron descender dramáticamente las ventas de tebeos hasta estancarlas en unos nichos muy concretos. No sé si fue Noah Van Sciver el que dibujó al propietario de una tienda de cómics diciendo que la única forma que había de ayudarle era enviar a alguien a decirle a su yo de veinticinco años atrás que estudiase informática.
Ella, con la carrera de periodismo, solo aspira a trabajos en los que solo se exige escribir las famosas listas (5 ideas para no quemarse con el sol, etc) y encima conseguir algo así supondría un éxito, porque los únicos trabajos que tiene son en cafeterías y restaurantes. Uno de los recursos más notorios de la serie era homenajear a las grandes películas de todos los tiempos, a mí a veces me resulta cargante y otras sí que es un punto. El capítulo en el que ella trabaja en la cocina de un restaurante donde se alude a Alguien voló sobre el nido del cuco es una auténtica genialidad, pero lo más gracioso es que todo el personal que está ahí fregando son escritores. Incluso detallan el currículum de cada uno en una escena memorable.
Por lo demás, abundan referencias a Star Wars y demás, pero la sustancia de la serie y su mensaje está mucho mejor que esos sketches. Por ejemplo, cuando montan una fiesta y es aburridísima, mientras la hija de la casera, adolescente, ha organizado una arriba que es brutal. Al final, deciden colarse y lo hacen como los de Encuentros en la tercera fase cuando suben a la nave de los alienígenas, pero hay un comentario que rompe la tontuna y hace que te partas, dice uno de los adultos asombrado “¡qué delgado está todo el mundo!”.
También es demencial el capítulo que abunda en el inquilino artista. Antes, en los 80, había tenido un dúo de performance expresionista con un travesti. No había llegado a nada, se separaron, pero pasados los años, ahora se llamaba Vulva y estaba triunfando por todo lo alto. El inquilino tiene que acudir al estreno de su obra y comerse el orgullo. Todo lo que les sucede ese día ahí dentro es de carcajada continua.
Incluiría en el que salen de marcha a bailar a una discoteca. Les lleva uno de los secundarios, que es mensajero en bicicleta. La primera escena de ese capítulo, en la que una llamada telefónica hace que en la mente de ese chico se inicie una discoteca con la música a todo meter, merece la pena verla entera aunque no se sepa inglés. Es para verla una y otra vez (ligeramente fumado).
Es cierto que hubo muchas comedias después, yo incluso diría que, en Inglaterra, en la primera mitad larga de la década de principios de siglo, podríamos hablar de época dorada. Pero quizá el encanto que tuvieron estas primeras es que son relativamente desconocidas y no tuvieron su campaña de sumisión de los medios generalistas a las plataformas. Ese fenómeno en el que las plataformas estrenan, la prensa se vuelca y llega la correspondiente réplica del terremoto en las redes sociales. Un mecanismo ideal para colocar el producto a los consumidores, pero que también ayuda a aborrecerlo. Todo este material británico, por ahora, está a salvo del pringue de los influencers. Quizá por eso su humor, tan antiguo, siga resultando refrescante y original.