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Susto o transferencia: ¿La ciencia básica debe ser vendible?

9/08/2021 - 

Dar las gracias a la ciencia se ha convertido en algo más que un gesto amable en la administración de viales anticovídicos. La gratitud a las personas que hay detrás de la vacuna (desde las que la investigan hasta las que la aplican) se ha tornado un ritual, al menos de cara a la galería de imágenes compartidas en redes, una iconografía variable según las olas que han evolucionado de los aplausos en los balcones a los posados con el brazo al descubierto en los vacunódromos. El reconocimiento a la labor de la investigación y de la clínica nunca compensará los esfuerzos, sin embargo, el acto de sublimar los avances al apurar las fases para expedir vacunas en tiempo récord revive una confusión que quema a los científicos, mezclar ciencia y tecnología, paradoja nada ventajosa en la rutilante civilización tecnológica.

La frontera resulta cristalina cuando la describe el matemático y divulgador Enrique Gracián, que tuvo la generosidad de concederme una hora de conversación para el número veraniego de la revista hermana Lletraferitcon motivo de su libro más reciente, Construir el mundo (Arpa Editores, 2020): “Los avances científicos (los nuevos conocimientos) cambian nuestra visión del mundo, y los tecnológicos (el desarrollo de nuevos productos y herramientas), nuestra manera de vivirlos”, cita para distinguir entre la revolución de la teoría heliocéntrica (la caída de los dioses) y el descubrimiento de la máquina de vapor (el despegue de la era industrial).

Por qué lo llaman ciencia cuando quieren decir tecnología

Pero en investigación lo fácil siempre se complica. Por didáctica que sea la separación, el diablo está en las excepciones, lo que suscita a una parte de la comunidad científica a desechar la diferencia entre lo puro y lo aplicado, como una herencia falaz de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en la política y la gestión científicas [que sobrevive en la existencia de dos entes como el Consejo de Europeo de Investigación (ERC) y el Consejo Europeo de la Innovación (EIC)], y a descantarse por distinguir entre la buena y mala ciencia, lo que es y no es científico. No obstante, cuando apenas se atisba en las encuestas oficiales, no dejaría de merecer la pena sondear si nuestra sociedad cree que la pandemia es un problema científico o tecnológico, porque percibir que los científicos nos están ofreciendo soluciones de hoy para mañana representa más un daño que un reconocimiento. 

Convendrá repetirlo más a menudo: la ciencia progresa a su ritmo, dicho en bruto de un hecho tan poco emotivo como poco intuitivo. Querer “para ya” una vacuna o cualquier otro tratamiento contra el coronavirus es apelar a la tecnología, a la fábrica, a la misma que la de sus dispositivos móviles, porque afecta a su día a día. No tener voluntad de advertir la diferencia, lejos de ser vana, deviene un auténtico problema sobre el trabajo de los investigadores, especialmente si se trata de la política científica

Ahí radica la importancia de la llamada de atención de la investigadora valenciana en biología molecular Ethel Queralt, curtida en el Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge (IDIBELL) y actualmente en nómina entre los investigadores doctorales de excelencia CIDEGENT, a un comentario en la SER de la nueva ministra de Ciencia.

Grupo de investigación de Ethel Queralt. Foto: CSIC

Diana Morant, con la mejor de las voluntades, las propias de todo estreno, animaba a mejorar el medallero en el podio de la transferencia como prioridad de la ciencia española, recalcando que España esta en el número 10 en publicaciones científicas pero la 30 en transferencia de resultados. El mensaje, que repite las mismas palabras que el portavoz socialista de Ciencia e Innovación Javier Alfonso Cendón durante la presentación en febrero de la proposición no de ley (PNL) para crear una hoja de ruta de transferencia entre el sector público y privado en el Congreso de los Diputados, no hace más que resucitar la manida paradoja europea (European paradox), algo que no tendría nada de reprobable si no lo hubiera culminado con “toda la investigación se tiene que transferir”. El enésimo propósito de ser el próximo MIT o Silicon Valley, donde la ciencia deber ser vendible o no es, sienta tan bien como el tenure track para “estabilizar a los mejores y la ciencia excelente de su antecesor, Pedro Duque.

Superar el cliché de segundona

La bióloga Queralt aprovechó adecuadamente la oportunidad para recordar el valor de la ciencia básica o pura, a pie de moléculas, para obtener datos nuevos sobre enfermedades raras como el síndrome de Cornelia  de Lange, cuyos efectos se manifiestan en el desarrollo durante el embarazo en anomalías en las extremidades superiores, retraso del crecimiento y las capacidades psicomotoras y discapacidad intelectual. La investigadora y su equipo han necesitado siete años para detectar una alteración clave en los genes, hallazgo publicado a finales de julio en Nature Communications, con el fin de revertir algunos efectos mediante terapia genética en células cultivadas de pacientes. Este es solo el principio. Llegar a las aplicaciones para los pacientes que padecen esta enfermedad —con una prevalencia que oscila entre 1 de cada 10.000-30.000 nacimientos— se demorará tanto o más años, en función de la financiación, entre otras variables.

La transferencia que la ministra y su equipo tienen en mente es la de los mensajes que gotean sobre las dificultades para transformar el conocimiento en aplicaciones, la definición de un virus que debilita a Europa entera. Así lo recogen artículos como “España no puede seguir en el furgón de cola de la transferencia tecnológica” (The Conversation, 2021), firmado por los investigadores de la Universidad Politécnica de Madrid Francisco J. Jariego y Gonzalo León. Como ingenieros, han tenido a bien enfatizar el apelativo “tecnológica”, porque en el urgente despegue de la innovación pesa ante todo el nivel de madurez de una tecnología. 

La sinécdoque de Morant, que toma la transferencia (la ‘Tercera misión’ en la nomenclatura académica) para referirse al conjunto de la investigación, difumina la realidad del concepto, que solo cubre la última parte de la fase productiva científica, la de los resultados que se ven y se palpan como productos del libre mercado, esto es, cuando el óvulo ya está fecundado. O como señalan lo autores, cuando el prototipo ha sido probado en un entorno relevante, robusto y con una operativa de mantenimiento de nivel superior, y ha salido del “valle de la muerte” gracias a las personas con capacidades técnicas y comerciales que saben manejar en el mundo de la gestión de proyectos, los derechos de propiedad, la contratación, la negociación y la financiación. 

Foto: Harvard University

La investigación básica, fundamental o “de clase media”, no puede interpretarse en términos de transferencia, al menos como la entienden políticos y gestores, aunque, si queremos ser generosos, podríamos decir que se trata de una transferencia indirecta (o traslacional, en jerga médica), cuyos conocimientos cimientan la ciencia aplicada o clínica, la que deriva (o no) en aplicaciones (transferencia directa). ¿Se imaginan las implicaciones que tiene pedir todas las operaciones que exige la transferencia a los investigadores de ciencia básica como Queralt? ¿Qué tiempo les quedaría para seguir avanzando en las alteraciones del ADN que menoscaban la vida de las familias por el maldito azar de los genes? Si piensan la respuesta, no pierdan de vista que avanzar en el conocimiento significa equivocarse más veces que acertar, y es posible que parte de lo que se investigue no derive en utilidad alguna nunca.

A diferencia, cada vez más, de las decisiones políticas, la genética, como otras disciplinas científicas de base, es escrutable, pero para que lo sea, se necesita tanto tiempo y inversión como una cultura científica en la administración y en la empresa capaz de superar clichés que encapsulen la investigación básica como la segundona de la familia, cuando es la primogénita. Porque solo a partir de ella puede llegar toda la tecnología imaginable, incluida la vacuna contra el coronavirus, y transformar nuestra manera de vivir la vida. La pandemia nos está enseñando que no se trata de que toda la investigación deba transferirse para responder a los desafíos sanitarios y climáticos actuales, sino que se compensen los años de recortes en ciencia básica para tener una auténtica innovación sólida y exportable.

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