Cuando Bruselas reclama a los estados miembros el 3% del PIB para ciencia, el ministro de Ciencia e Innovación nos reveló, la semana pasada, a través de un tuit la realidad científica en España. “Estamos ante el mayor relevo generacional en nuestro sistema de I+D+I de la historia: más de 25.000 investigadores se jubilarán en los próximos diez años”. Pero en el mensaje de Pedro Duque había una segunda parte: “La implementación del tenure track en la Ley de Ciencia permitirá estabilizar a los mejores científicos en un momento crucial”, en referencia al sistema de contratación cazatalentos, cual medida estrella, que contempla la reforma legislativa. Y con “los mejores”, el ministro la lio.
Sin pretenderlo en apariencia, el ex astronauta, y las reacciones a su mensaje, ha sacado de la máquina del tiempo al doctor Aleksándr Bogdánov, el padre de la teoría sobre las dos ciencias, la burguesa y la proletaria, el antagonismo de los propietarios y los trabajadores del conocimiento, heredera de la lucha de clases.
"El debate social sobre la reforma de la Ley de la Ciencia ha traído algo bueno, el hecho de que algunos científicos hayan perdido la vergüenza al rechazo a ser excelentes e identificarse en público como obreros de la ciencia"
Por daños colaterales del telón de acero, la historia de este bielorruso, hijo de la transición al siglo XX, ha sido ignorada. Bogdánov traspasó a los 54 años dejando atrás una vida azarosa que le dio para investigar la transfusión sanguínea aplicada al rejuvenecimiento --acabó muriendo de uno de sus experimentos--; para fundar un club, el movimiento artístico Proletkult, a favor de una “cultura proletaria pura” para el futuro, y denunciada por el Pravda como organización pequeño-burguesa; para ser perseguido por la policía secreta soviética; para ser “excelente”, al conseguir un Instituto de Hematología propio, y para publicar ciencia ficción, Estrella roja, novela marciano-soviética donde seres parecidos a humanos, más longevos que los terrícolas, habitan Marte haciendo real el sueño socialista de la cooperación mutua.
Para Bogdánov, la ciencia tenía un componente de clase que afectaba a las condiciones sociales y materiales de investigación, y también a los conceptos y las teorías. De ahí que centrara su crítica en el capitalismo, que separaba ciencia y trabajo. Así, la ciencia, cautiva y desintegrada en la especialización, había diluido sus orígenes en el fetichismo de los resultados --encriptados en un lenguaje ilegible para el pueblo--, creando una casta de académicos aristócratas al servicio del poder. Para socializar el conocimiento, los científicos proletarios debían unir ciencia y trabajo sobre la actividad colectiva y la simplificación del lenguaje de la ciencia.
El médico, al que han atribuido la condición de revolucionario bolchevique, aunque no está muy clara, lo resumió en un lema: “La ciencia burguesa es una ciencia que crea burgueses”. Casi un siglo después, Europa lo replica, aunque desde una óptica muy distinta: la política de la excelencia crea investigadores de excelencia. Esa ¿nueva? categoría de científicos excelentes es producto de dos grandes acontecimientos recientes de la historia económica y académica contemporánea.
Primero, la Estrategia de Lisboa, surgida cuando en el planeta cundía el miedo al bug del efecto 2000, y las mentes ejecutivas de Bruselas tenían claro que la política de investigación y desarrollo sería el núcleo de un nuevo sistema destinado a recuperar el mando a distancia de la gobernanza global. La estrategia ponía el andamio para hacer de la Unión Europea “la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de un crecimiento económico sostenible, acompañado de una mejora cuantitativa y cualitativa del empleo y una mayor cohesión social”. Lo mismo que vende ahora el nuevo Horizonte Europa, el mayor programa de investigación e innovación multinacional a nivel global, que se propone deslumbrar al mundo con una partida de 95,5 mil millones de euros para la investigación europea los próximos siete años. Ese “más ciencia, más Europa” que suena igual de bien a los científicos como “el más periodismo” de Ferreras a los periodistas.
Segundo, la famosa clasificación mundial de universidades diseñada en 2003 por un reducido grupo de investigadores de la Universidad Jiao Tong de Shanghái, en la que por primera vez los datos de investigación --donde priman como indicadores el número de premios relevantes como el Nobel o las medallas Fields, o el número de los investigadores más citados en áreas concretas--, habían relevado a la calidad de la enseñanza y el destino de los titulados. Es indiscutible, el listado no hubiera tenido el mismo impacto de no coincidir con la entrada de China como nuevo amo del mundo. El ranking de Shanghái disparó la carrera por la visibilidad internacional en las universidades y centro de investigación locales. Así, todo ha de devenir “de excelencia”: campus, centros, iniciativas, laboratorios, equipos, cátedras...
Sin embargo, la persecución por la excelencia ha acabado por dar la razón a Bogdánov. Lo ilustran algunas de las reacciones (por cierto, de trabajadoras de la ciencia, sobre todo) al tuit del ministro Duque:
Yo no quiero ser excelente. Quiero trabajar en condiciones dignas.
Yo no quiero ser excelente. Quiero tener condiciones laborales dignas.
— Carrie Kelley ???????? (@Carrie_Catgirl) March 31, 2021
¿Y qué significa “los mejores”? ¿Aquellos a los que el sistema no ha asfixiado del todo y no han abandonado la carrera científica a pesar de estar hartos de ir de contrato en contrato y de país en país? Necesitamos reconocimiento y estabilidad laboral ya y para todo el sector.
¿Y que significa “los mejores”? ¿Aquellos a los que el sistema no ha asfixiado del todo y no han abandonado la carrera científica a pesar de estar hartos de ir de contrato en contrato y de país en país? Necesitamos reconocimiento y estabilidad laboral YA y para TODO el sector.
— Esther Castillo (@NeuroEsther) March 31, 2021
Tales comentarios se sintetizan en el “por la ciencia, contra la excelencia”, que recogió en una tribuna en 2013 el especialista en agrogenómica Josep Maria Casacuberta. El investigador del del Centro de Investicación Agrigenómica UAB-CSIC criticaba el guion que por entonces los políticos trazaban sobre la política científica, materializado en mensajes del tipo “los recortes ayudarán a seleccionar la buena ciencia y los buenos científicos”. Todo bajo la capa de la excelencia, una comparación numérica simple para redistribuir los recursos entre los primeros de la lista y justificar la selección de los mejores (o la expulsión de los mediocres).
Según la lectura de Casacuberta, confirmada en 2021, la excelencia viene a ser una estrategia de marketing para maquillar los recortes (austeridad), y también la visión de la ciencia importada de las escuelas de negocio, que convierte el conocimiento en mercancía y a los científicos en empresarios. “Los científicos compiten para vender sus trabajos al precio más alto. Los centros de investigación compiten para tener los científicos con más éxito de ventas y quedarse con el máximo número de recursos. El precio se reduce al índice de impacto, asociado a las revistas científicas”. Un pez que se muerde la cola.
“La ciencia burguesa es una ciencia que crea burgueses”, decía Aleksándr Bogdánov. Europa lo replica: la política de la excelencia para crear investigadores de excelencia.
Esa espiral resucita la teoría de clases de las dos ciencias, que privilegia como urgencia la ausencia de igualdad en las condiciones laborales, y en ocasiones niega, erróneamente, el problema de la financiación. Un ejemplo, en el inicio de la pandemia, fue la indignación que despertó la concesión de financiación del Fondo Covid-19 del Instituto Carlos III (ISCIII), adscrito al Ministerio de Ciencia e Innovación, a un proyecto para definir factores involucrados en la vulnerabilidad al coronavirus como la edad, dirigido por el catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo, Carlos López Otín, y por el investigador Alejandro López Soto. En el caso del catedrático, se daba la circunstancia añadida de un borrón curricular. En 2019, la revista Nature retiró un premio concedido en 2017 a López Otín, en el mismo año en que la revista de la Sociedad de Bioquímica y Biología Molecular de Estados Unidos exigió por fraude la retirada de ocho artículos sobre la identificación de nuevos genes humanos implicados en el cáncer y otras enfermedades. Pero tales antecedentes no han impedido que fuera el primero de su universidad en captar la mencionada inversión.
Estos son tiempos bizarros, por raros y valientes. Da lo mismo que presidentes de gobierno feliciten en plan carrera especial a los “trabajadores de la ciencia” por su actuación en la pandemia, que se publiquen guías para ser “investigadores de éxito” en secciones dedicadas a la hepatología.
El debate social en torno a la reforma de la Ley de la Ciencia ha traído algo bueno, el hecho de que algunos científicos hayan perdido la vergüenza al rechazo a ser “excelentes” e identificarse en público como “obreros de la ciencia” --así se consideraba el propio Santiago Ramón y Cajal--, cuando ya nadie se siente clase obrera en el relato social, para manifestarse contra la precariedad del trabajo en la investigación. Una ruptura en el que la desigualdad de condiciones debe empezar a reconocerse como problema social y no como fracaso individual, que decía el ensayista Owen Jones, el divulgador del chav, quien recordaba en una entrevista: “Hay una frase muy famosa de un político thatcherista: "En los años treinta, cuando mi padre se quedó sin trabajo se subió a su bicicleta y salió a buscarlo". Así, ‘súbete a la bici’ se convirtió en un cliché nacional”. El cliché ibérico, antes de que llegara el de “pon una idea y mucha pasión”, ha sido “oposita y hazte funcionario”. Aún más viejo que la teoría de las dos ciencias.