VALÈNCIA. Esto de que vayan desapareciendo las estaciones empieza a ser aburrido. Ya va siendo hora de que llegue la primera ola de frío. Se acerca la época del té bien caliente, o al menos deberíamos comenzar a divisarlo, aunque con esto del cambio climático me temo que se irá imponiendo el susodicho pero con mucho hielo. Hubo un tiempo en que muchas tardes se consumían alrededor de una mesa que se vestía y se presentaba a los invitados de la mejor manera posible. Esas mantelerías de hilo, confeccionadas por alguien de la familia con mucha mano para ello, o traídas de alguna población significada por este trabajo Aquello pequeños placeres que se degustaban en meriendas sin móviles, y el menaje de toda índole empleado, eran parte de un todo que también entraba por los ojos. Eran tiempos en que se acudía a las casas y no al Starbucks. Sentarse a tomar la infusión, el café o el chocolate era para muchos el mayor lujo, el “momento” del día, en unas vidas generalmente incómodas, que había que -literalmente- ganárselas día a día, en condiciones bastante penosas e ingratas y sin medios de comunicación a distancia.
Mucho más “llevaderas” eran las jornadas de las clases más pudientes, como las de esos personajes de la película de Martin Scorsese “La edad de la inocencia” basada en el libro de Edith Wharton en la que el gran director norteamericano nos describe magistralmente con ayuda una cámara cotilla y caprichosa, y la voz en off en qué consistían aquellas “ceremonias”. Reuniones vespertinas, tertulias y frívolos encuentros en las salas auxiliares de las mansiones de la nobleza del Nueva York del siglo XIX, aunque extrapolables a las ciudades europeas del momento. En esa época en que las élites económicas tenían una rica, variada y agitada vida social en estancias bien calentadas y en las que se manifestaban públicamente el lujo, la porcelana ocupó un lugar destacado en el ajuar de estas casas, compartiendo el espacio con cuberterías de plata, cristales de Bohemia y elaborada mantelería con encajes de Flandes.
La importancia que cobra este momento de la tarde se trasluce en unas manufacturas que van desde el arte popular hasta el refinamiento y el lujo más exquisito. El menaje relacionado con el Té y el Café vive su momento de esplendor y máxima exaltación en el siglo XVIII, momento de las grandes fábricas europeas que funcionan a toda máquina: Sevres y Limoges en Francia, Meissen en Alemania, innumerables en Inglaterra o Alcora muy cerca de nosotros. Las piezas dedicadas a ello presiden el lujo de lo doméstico. Cada casa o palacio a su nivel. Es innumerable el catálogo de elementos principales y accesorios que se idean: más allá de las pequeñas cajas para guardar té, tazas, los platillos, las teteras y cafeteras, bandejas, todas decoradas más o menos profusamente con motivos abstractos o bien escenas desde lo pintoresco a lo más sublime. Un ejemplo ilustrativo es esa pieza llamada mancerina, que hoy en día ha perdido cualquier aplicación práctica-que no para el coleccionismo- y que venía a ser un platillo en el centro del cual emergía una pequeña estructura para encajar una jícara o vasillo donde introducir el chocolate. Un manierismo que hoy en día ni se nos ocurre.
Hasta que los europeos llegamos a conocer la fórmula de la elaboración de la porcelana más dura y nívea posible la más demandada en la Europa del siglo XVIII se fabricaba en China toma su nombre de las Compañías de Indias Orientales que eran empresas marítimas que las importaron al viejo continente.
A pesar de ser de fabricación oriental, se inspiraban en la cerámica y la orfebrería occidental empleando motivos chinos y los occidentales a la vez. Muchas se diseñaban por encargo para satisfacer así al exigente gusto europeo y americano y la ciudad de Jingdezhen fue el principal centro ceramista. En la ciudad de Cantón se completaba su decoración en ocasiones con escudos o iniciales de sus futuros propietarios europeos. Eran habituales los azules, rojos, verdes, rosas y el oro y característica la cenefa dorada conocida como "Punta de Lanza", que es una estilización o interpretación de la flor de lis. Hoy en día sigue siendo una porcelana muy cotizada y coleccionada ya que su especial estética va más allá de las modas.
El Libro del Té de Kakuzo Okakura (se puede conseguir en cualquier librería), me parece una obra especialmente sugerente porque viene a amalgamar y por tanto a relacionar en un todo el consumo de esa bebida con una forma de vivir, de pensar y en definitiva con una forma de estar en el mundo. No obstante, comparado con el nipón, en nuestro contexto cultural, es todo más banal, más mundano y eso se traduce en los elementos de la propia mesa y hasta en el mobiliario y decoración de las paredes de la estancia. Descubierto el uso de esta planta en oriente su empleo en el mundo del sol naciente se separa por completo del mundo chino y europeo, tendiendo a la simplicidad decorativa, hasta el punto de que no hay nada más alejado del método japonés de decoración que el método occidental. Como dice Okakura “La simplicidad de la sala de té y la ausencia absoluta de trivialidad en la misma, hacen de ella un verdadero santuario contra las fricciones del mundo exterior. Allí y solamente allí, puede un hombre consagrarse sin cortapisas a la adoración de la belleza”. Las cerámicas japonesas tienen a la abstracción, a las líneas más puras, a la ausencia de elementos que distraigan nuestra atención. Mientras en la ceremonia del té japonesa se produce un encuentro con uno mismo, en la occidental nos gusta crear una atmosfera en compañía de los otros.