Teresa representa a la tercera generación de la saga de maestros chocolateros más famosa de Valencia. Una casa que nuestros abuelos recuerdan por sus cubanitos y trufas, y que actualmente se ha subido al movimiento Bean to bar.
En los años cuarenta del siglo pasado, mucho antes de que existiesen las chocolatinas baratas y los “kinder buenos”, la mejor golosina que le podían regalar a un niño valenciano por sacar buenas notas era un cubanito de barquillo y chocolate, relleno de praliné. Este dulce con forma de cigarro habano era una de las especialidades que cimentó la fama del obrador que Hilario Martínez Catalá y su mujer Antonia Prieto habían fundado en 1931 en la calle Ruzafa, y que años después se acabaría rebautizando como Trufas Martínez.
“Lo que hoy conocemos como el barrio de Ruzafa era antiguamente una zona del extrarradio de Valencia donde se asentaban actividades industriales; entre ellas, muchas fábricas de caramelos y chocolates”, explica Teresa Ricart Martínez, nieta de los fundadores y propietaria actual de esta empresa de artesanos que camina ya por la cuarta generación. Hablamos probablemente de la casa de chocolates de mayor solera y arraigo entre la sociedad valenciana. Sus sobrias cajitas marrones de cubanitos, trufas y bombones siguen siendo un obsequio infalible que dibuja una sonrisa inmediata en el receptor.
Trufas Martínez inició su actividad en un año muy relevante de la historia de España, puesto que marcó el final de la monarquía parlamentaria de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República. En aquel tiempo, la zona de Levante era el buque insignia de la industria chocolatera en España, favorecida por el hecho de que el cacao que procedía de la colonia española de Guinea desembarcaba en el puerto de Alicante y en el de Valencia.
Sin embargo, el camino de esta empresa casi centenaria no siempre fue fácil. Ha sobrevivido a muchos avatares de la historia, desde la guerra civil y la posguerra, a la pandemia o a la situación actual, marcada por la afectación del cambio climático a los cultivos de cacao y los incrementos exponenciales de precio debido a la escasez de materia prima y la sobreexplotación del sector por parte de la gran industria.
Teresa se empapó de cultura chocolatera desde la más tierna infancia. Su abuelo estuvo al pie del cañón hasta pasados los noventa años, pero llegó un momento, a principios de los años noventa, en el que no se veía clara la sucesión en la empresa. Fue ahí cuando Teresa decidió abandonar su empleo en una correduría de seguros y ponerse al frente de Trufas Martínez. “No podía dejar que se perdiera”, nos explica ella misma durante esta entrevista, que tiene lugar en San Ignacio de Loyola, 20, el obrador-tienda que abrieron en 2003 cuando se les quedó pequeño el local original de la calle Ruzafa, que actualmente también continúa abierto.
La premisa innegociable de Trufas Martínez (y, de hecho, el secreto que les ha mantenido a flote durante varias décadas) ha sido la lealtad a sus orígenes. Ajenos a los desmanes de la industria, que ha inundado el mundo de chocolates que son todo azúcar y apenas contienen cacao, ellos han continuado apostando por la calidad en la materia prima y los procesos artesanales. También ha sido importante la fidelidad a sus productos emblemáticos, pero sin renunciar al desarrollo de otros nuevos.
Durante una primera etapa, cuando llegaban los sacos de cacao de la Guinea Española, su trabajo consistía principalmente en la transformación del grano (tueste, descascarillado) y las elaboraciones sencillas, como las tabletas o el cacao en polvo para preparar chocolate a la taza. El cubanito, desarrollado en los años cuarenta, fue su primer “hit”. “Tanto en Valencia como en Cataluña había mucha tradición de barquillos o neulas. Lo que hicieron mis abuelos fue rellenarlos con su praliné y bañarlo en chocolate. Es un producto que da mucho trabajo; de hecho, mi abuelo decidió dejar de fabricarlos durante ocho años porque decía que no eran rentables. Pero tuvimos que volver a hacerlos porque la gente no dejaba de pedirlos”.
El segundo éxito rotundo, que lo arrasó todo hasta el punto de ganarse el mérito de “usurpar” el nombre de la empresa, fueron las trufas. El que las haya probado sabe que no hablamos de unas trufas cualquiera. Estas son frágiles, delicadas, su corazón de nata y chocolate (ganache) es de una finura increíble. Las compras recién hechas del día y tienes un periodo de hasta ocho días para consumirlas, pero guardándolas en el frigorífico. Como todos los grandes placeres, el de las trufas es intenso y efímero.
“Empezamos a fabricarlas a principios de los años cincuenta, y fue cosa que mi abuela Antonia, que era la creativa de la empresa, la que empujaba con nuevas ideas. Ella había oído que en algunas pastelerías catalanas, donde siempre ha habido mucha influencia francesa, estaban haciendo unas cosas que se llamaban trufas. Le encargó a unos amigos que le trajeran una caja. Cuando las probó tuvo claro que había que empezar a hacer pruebas para replicarlas. El éxito fue tan arrollador que desbancó rápidamente a las tabletas de chocolate”. No solo eso, sino que la fama de estas pequeñas delicias empezó a traspasar las fronteras de la ciudad. Así es como nacieron las trufas con cobertura de chocolate, que fue la solución a la que se llegó para que la trufa soportara mejor el viaje de los clientes que las compraban para llevárselas a Barcelona o Madrid.
Otra etapa importante en la historia de Trufas Martínez se dio cuando España perdió la colonia de Guinea en los años sesenta del siglo pasado, y el cacao dejó de entrar en España. “Como ya no se podía fabricar con grano de cacao, los chocolateros tuvieron que elegir entre dos caminos: unos empezaron a comprar el chocolate ya hecho y otros, como mis abuelos, optaron por comprar pasta de cacao y desarrollar fórmulas propias (jugando con los porcentajes de cacao, azúcar, leche o frutos secos). Fue entonces cuando se especializaron en el sector de la bombonería con sus propios chocolates y sus pralinés (que es una crema compuesta en un 50% de fruto seco y el otro 50% azúcar).
Coincidiendo con la reforma de la tienda-obrador de Ruzafa en 1948, el abuelo de Teresa dejó de producir tabletas de chocolate. Sin embargo, las nuevas generaciones han reintroducido en su catálogo este producto bajo el prisma del movimiento Bean to bar (del grano a la tableta), que viene a ser un equivalente de la corriente del café de especialidad.
Además, en 2021 nació Cauma Cacao by Trufas Martínez, una marca que sigue la filosofía Bean to bar, que utiliza granos especialmente escogidos para encontrar las características naturales del cacao, resaltando los aromas específicos de cada variedad y cada lote. Son chocolates sin lactosa, frutos secos o gluten, por ello se elabora en un obrador burbuja, y los puedes distinguir visualmente del resto de su catálogo porque tienen forma hexagonal.
“Tenemos ya dos chocolates premiados por los International Chocolate Awards; uno es el de cacao de Filipinas al 78% y el otro es con un chocolate con cacao de Colombia elaborado con un cacao criollo y trinitario, fermentado en cajas de madera y secado al sol y fusionado con café de especialidad Colombia Embrujo Caldas Natural”.
“El Bean to bar es una tendencia que viene de Estados Unidos, porque ellos tienen muy cerca Latinoamérica”, comenta Teresa, que se ha certificado junto a su hijo como catadora de cacao y chocolate. “Mi hija Teresa está ahora mismo estudiando también el título en Barcelona”, añade. “Es imprescindible tener este tipo de conocimientos para saber si un cacao es bueno o malo, y para detectar matices y defectos. Porque si la primera fase que se hace en origen no está bien hecha, no podrás hacer un chocolate bueno nunca en la vida. De un cacao bueno puedes hacer un chocolate malo, pero al contrario no. Es importante saber cómo se ha trabajado ese cacao en origen, la fermentación, el secado, etc, así como tener una muestra previamente del grano que te van a mandar”.
Trufas Martínez forma parte de la asociación Bean to Bar España. “Tenemos muy buena relación con el sector en España. A veces hacemos asambleas y compramos a los mismos proveedores de cacao fino en aroma, siempre buscando la calidad, pero también para asegurarnos de que el productor recibe un precio justo. Pagamos el cacao muy por encima de lo que lo compra la industria”, sostiene Teresa.
Para ella, las diferencias entre un chocolate bueno y uno mediocre son abismales. Es muy importante fijarse en la etiqueta. Si aparecen muchos ingredientes, mala cosa. En el paladar, la experiencia también es muy diferente, “Cuando tomas un trocito de un buen chocolate, te dura el sabor media hora en la boca, así que no sientes la necesidad de comerte media tableta. Te sacia con mucho menos. Son chocolates pensados para disfrutar lentamente, como el buen vino”.