Numerosos actores de la Comunitat Valenciana, tanto públicos como privados, han encarecido en los últimos años la necesidad de reorientar el modelo económico valenciano, enraizando su presencia en una economía productiva que integre la reindustrialización, la innovación y la digitalización como eje transversal de todo tipo de empresa, la calidad de los servicios, la emergencia de una mayor presencia de firmas diversificadoras, especialmente las centradas en nuevas tecnologías, y la reforma de las administraciones públicas bajo el prisma de la eficiencia.
Tras estos objetivos subyace un engarce común: elevar la productividad empresarial, clave para el aumento de la renta per cápita; una meta que, a su vez, permite presumir la elevación de las rentas salariales, la generación de mayores beneficios que propicien la reinversión empresarial, la emersión de recursos públicos que sostengan el Estado del Bienestar y la expansión del presupuesto aplicado a retroalimentar el rol pro-emprendedor de las administraciones.
Un cambio profundo en la dirección señalada no es una tarea rápida, como bien muestran los estudios que analizan la convergencia en la renta per cápita de las economías nacionales y regionales. De otra parte, constituye una acción que no admite recetas únicas. La idiosincrasia económica de cada espacio geográfico condiciona la dirección y velocidad de los procesos de convergencia.
Entre esos rasgos idiosincráticos se encuentra la posición geográfica de la Comunitat Valenciana, situada en una latitud que exalta sus condiciones naturales para la agricultura de regadío y el turismo residencial. En ambos casos, el suelo se constituye en un apetitoso aliciente especulativo. En el pasado, sucedió con el precio de la tierra destinada a usos agrarios. Durante la anterior década, y en otros momentos con menor intensidad, el mismo fenómeno se trasladó al suelo residencial. Sin ese afán, -extractivo, que no productivo-, los desarrollos urbanísticos y la expansión del sector inmobiliario no hubieran alcanzado el exacerbado grado que tanto se ha lamentado posteriormente.
Estas etapas desvelaron una clara contradicción con otros modelos de crecimiento de corte europeo. El rendimiento económico de la actividad constructora e inmobiliaria desbordó el obtenido en las restantes, ya fuesen industriales, de servicios o agrarias. Una diferencia que sustraía flujos de ahorro de estos sectores (y de las familias) para conducirlos al binomio construcción-inmobiliario, inflando aún más su protagonismo. Se descapitalizó de este modo una parte de la economía valenciana, -entre ésta, a parte de las empresas sujetas a una conducta estable de inversión, innovación e internacionalización-, y se dimensionó artificialmente otra que era tan frágilmente explosiva en sus mejores momentos, como implosiva e implacable destructora de empleo cuando se contraía.
Una segunda consecuencia, evidente tras la pasada crisis, ha sido la reducción de la productividad por el sobredimensionamiento del capital físico constituido por la acumulación de propiedades inmobiliarias. En el peor de los casos, la inversión quedó reducida a solares, naves vacías, esqueletos de edificios inacabados y un amplio stock de viviendas sin vecinos. En el mejor, a viviendas de segunda residencia, infrautilizadas la mayor parte del año. Por ello, cuando nos preguntamos por las diferencias en productividad con los países del centro y norte de Europa, no podemos olvidar que, sin ser determinante, la renta de posición de que disfruta la Comunitat Valenciana supone, periódicamente, una amenaza para su acercamiento al modelo de aquellas economías.
La segunda característica que lastra el cambio de modelo económico reside en la dimensión de las empresas valencianas. Es cierto que la presencia de un amplio tejido de pymes, superior a la media de otras áreas, se ha destacado como ejemplo del idiosincrático espíritu emprendedor de los valencianos. Sin embargo, no puede obviarse que, a diferencia de otros tiempos, ahora se afronta una economía entreverada con la globalización y la consolidación del mercado único europeo. Ni tampoco la positiva correlación existente entre el tamaño de empresa y numerosas dimensiones de la productividad empresarial a largo plazo: niveles salariales, proyectos de innovación, internacionalización, capital humano y captación de economías de escala y alcance, entre otras.
Que se disponga de unos valiosos millares de pymes exportadoras e innovadoras no desfigura la conclusión: el nuevo modelo económico valenciano precisa de un mayor número de medianas y grandes empresas. Las pymes son un valioso recurso de salida, pero no una perpetua meta de llegada. El crecimiento de la empresa aporta posibilidades de especialización interna en aspectos clave de difícil acceso a la mayor parte de las firmas de menor dimensión, por intenso que sea el esfuerzo público en la corrección de determinados fallos de mercado.
Las implicaciones de políticas públicas merecerían un artículo aparte, pero señalemos tres. El cambio de modelo económico de la Comunitat Valenciana requiere integrar la política territorial, con particular atención a las expansiones urbanísticas guiadas por presiones cortoplacistas. Simplificando: menos urbanizaciones y más hoteles y vivienda pública.
Asimismo, interesa un apoyo a la empresa que contemple directamente los vectores de su expansión desde un enfoque global. Finalmente, si bien algunos fallos de mercado en información, financiación y servicios tecnológicos avanzados incluyen claramente a las pymes, ahora alcanzan también a los inversores locales más potentes: el conocimiento especializado sobre la digitalización y los sectores de nuevas tecnologías, sus vehículos de inversión y nivel de rentabilidad, transita con escasa frecuencia la cultura económica valenciana, a diferencia de lo que sucede en las áreas geográficas más avanzadas.