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crítica de cine

'The Equalizer 2': una secuela entre íntima y huracanada

10/08/2018 - 

VALÈNCIA. Denzel Washington parecía orgulloso de no tener en su haber ninguna franquicia ni ninguna secuela a sus 63 años. Pero al final ha sucumbido a la tentación, quizás porque era una nueva oportunidad de trabajar con su dirección fetiche en estos momentos, Antoine Fuqua.

Y es que el actor ha demostrado una absoluta fidelidad hacia ciertos directores con los que, de alguna forma, ha ido construyendo alguno de los capítulos más significativos de su carrera. 

Junto a Spike Lee trabajó cuatro veces y firmó sus trabajos más reivindicativos a favor de la lucha de los afroamericanos en el seno de una sociedad todavía anclada en el racismo. Después se convirtió en un héroe de acción sin mácula a las órdenes de Tony Scott en cinco ocasiones, desde Marea roja (1995) hasta Imparable (2010), justo antes del fallecimiento del director. Su último crush ha sido con Antoine Fuqua, gracias al que ganó el Oscar al Mejor Actor por una de sus interpretaciones más moralmente cuestionables, la de Training Day (Día de entrenamiento) (2001) y con el que lleva cuatro películas hasta la fecha, la última, The Equalizer 2. Al parecer el guion de la película, obra de Richard Wenk, responsable también del libreto de la anterior, era tan bueno, que Denzel no pudo negarse.

Al fin y al cabo, el personaje de Robert McCall que interpretaba en esa película, le daba la posibilidad de compatibilizar dos de sus facetas favoritas: la de tipo duro capaz de solventar cualquier escena de acción de la manera más limpia y precisa posible, y la de buen samaritano que en el momento más inesperado se toma la justicia por su mano y es capaz de montar una auténtica escabechina. 

En su momento de estreno se acusó a The Equalizer de ser una película moralmente cuestionable. Y es que la figura del justiciero urbano se ha puesto muchas veces en entredicho, sobre todo a través de personajes tan escurridizos como el Harry Callahan interpretado por Clint Eastwood en Harry, el sucio. Pero lo cierto es que a Washington esas críticas no le afectaron lo más mínimo, y por eso en esta segunda entrega se encarga de subrayar que él es un alma atormentada que vive apartado de la sociedad, que quiere ayudar a la gente, pero que si alguien se atreve a meterse en sus asuntos o a hacerle daño a los suyos, a traspasar la frontera de lo que está bien y mal, entonces tendrá que vérselas con él muy en serio.

La primera secuencia de la película, en la que McCall se encuentra en un tren con la misión de rescatar a una niña secuestrada por unos mafiosos turcos, entronca con la anterior película a la hora de describir las portentosas habilidades del Washington a la hora de sacar el máximo partido a una escena de pelea cuerpo a cuerpo en la que la planificación milimétrica juega un papel esencial.

Pero a Washington sin duda se le ve disfrutar más mientras mira por la ventana de su casa vigilando a su joven vecino a punto de meterse en una banda de narcotraficantes y aleccionándolo como si fuera su propio hijo, proporcionándole lecturas como “En busca del tiempo perdido”, de Proust o “Entre el mundo y yo”, el libro de T-Neishi Coates en el que un padre le escribe a su niño una carta para explicarle que el mundo en el que vivimos es al mismo tiempo hermoso y terrible.

Entre esa eterna diatriba, entre el bien y el mal, entre la capacidad del ser humano para hacer cosas hermosas y las mayores atrocidades se sitúa esta segunda entrega en la que Denzel se muestra más introspectivo (hay constantes referencias a su pasado) que nunca mientras impone su para él incuestionable código ético dentro de ese paisaje repleto de corrupción.

Mientras, Fuqua parece amoldarse a las necesidades del actor y construye un thriller marcado por valles y los exabruptos, por momentos en los que parece primar el drama social y la reflexión y otros en los que destacan las coreografías de acción, las persecuciones y las peleas de carácter hiperviolento.

Pero el director es igual de paciente que el personaje de McCall y sabe esperar su oportunidad para lucirse en el clímax final a golpe de tornado y de un paisaje que parece remitir a la guerra de Afganistán.

The Equalizer 2 sigue bebiendo la explotation de los años setenta, aunque quizás a sus responsables les sentaría bien no tomarse tan en serio a sí mismos y ofrecer un espectáculo menos discursivo que en ocasiones lastra su alcance popular. Seguramente no era una secuela necesaria, pero era la secuela que Denzel Washington quería hacer, y con eso está todo dicho.


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