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tribuna libre / OPINIÓN

Tiempo de elecciones

Foto: CARLOS CASTRO/EP
10/07/2023 - 

“Andar y escribir es mi oficio”. Así definía su vida Chaves Nogales. Escribió sin miedo a la verdad, sin miedo a la represión, sin miedo a perder su estatus de intelectual respetado, una condición que se alcanza cuando se comprende que la verdad, “si bien no impide a las naciones morir, es lo que las permite resucitar” (La agonía de Francia). Cuando leemos su obra, comprendemos que su defensa cerrada de la democracia le llevó –como les ocurriera a Orwell, a Zamiátin, a Koestler o, entre otros, a Camus– a no claudicar ante ese tenebroso dogmatismo que propició que buena parte de las ideologías del siglo XX se acogieran al más cruel de los fanatismos. Afortunadamente, su obra no fue una voz en el desierto. Sus escritos literarios y periodísticos tuvieron un eco profundo en la sociedad de su época. En buena medida por su calidad literaria, pero también porque en cada hoja que escribió intentó que resurgiera esa humanitas que recoge la dignidad del ser humano, de un hombre o de una mujer que viven para la verdad y la libertad.

Por lo que a mí respecta, mi oficio no es otro que el de estudiar, enseñar y escribir. Escribir sobre el pasado, pero también sobre el presente, seguramente porque, como señalara T.S. Eliot, el pasado es, al mismo tiempo, presente y futuro. Las próximas elecciones son un buen ejemplo de esta realidad. Los años pasan, pero no los eslóganes, las falsas promesas y las innumerables mentiras. Cuántas campañas han pasado desde los primeros comicios, y cuántas decepciones hemos sufrido los incrédulos votantes, aquellos que en su día creímos en proverbiales eslóganes como el inolvidable: “OTAN, de entrada, no”. La acogedora promesa de los 800.000 puestos de trabajo que nadie vio jamás. El inefable: “Por el pleno empleo”. Luego la realidad se impuso, y vino, como presagiara Manuel Pizarro en aquel infausto debate, la recensión más cruenta que uno recuerda. El inolvidable: “No subiremos los impuestos”. Me imagino al ex ministro Montoro sonriendo plácidamente en su enmoquetado despacho. El simpar: “Reformaremos la Ley del aborto”. Un grosero incumplimiento que le costó la cartera a Gallardón, pero no su dignidad. La esperanzadora promesa de reformar el sistema de elección de los miembros del CGPJ y del TC para fortalecer su independencia. Visto hoy en día, nos produce un profundo sonrojo. Pero nada comparable con afirmaciones de calado bíblico, tales como “No podemos permitir que la gobernabilidad de España descanse en partidos independentistas”. No me dirán que no es enternecedor. O esta otra perla entresacada de esas hemerotecas que alguno desearía sepultar: “Con Bildu no vamos a pactar, si quiere se lo digo 20 veces”. Intuyo que, en Navarra, sin ir más lejos, estarán deseando que se lo diga una vez más, por si acaso lo cumple. Por soñar que no quede.

La última, o mejor, la penúltima de una larga lista de dolorosas ofrendas al sentido común, nos la acaba de propiciar la vicepresidenta segunda del Gobierno, ministra de Trabajo y candidata de Sumar a la Presidencia del Gobierno, Yolanda Díaz, quien ha propuesto dar 20.000 euros a los jóvenes que cumplan 18 años para que puedan “emprender o formarse”. Hasta que la escuché, creía que me había formado de forma satisfactoria sin recurrir a tan suculenta dádiva, pero empiezo a dudarlo. Al margen de la ironía, lícita en este caso, la vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos, Nadia Calviño, ante tamaña ocurrencia, ha salido a la palestra para pedirle que explique cómo piensa financiar semejante despropósito, máxime en un momento en que todos los indicadores –véase los socialistas alemanes– señalan que vienen tiempos de duros ajustes económicos, tiempos en los que la estéril demagogia y el gasto desenfrenado –supongamos que menciono el último ejercicio de la Generalitat Valenciana– nos puede llevar a unos recortes sociales que sufrirán, con mayor dureza si cabe, quienes menos pueden, aquellos a los que los demagogos condenan con su populismo y su sinrazón. Y cuando esto ocurre, a nuestra gastada mente nos viene una frase que guardamos en la memoria. En tiempo de turbulencia electoral, Rubalcaba sentenció: “Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta”. La máxima merece mis respetos. Pero una duda me queda: ¿nos merecemos que nos mientan? Todos diremos que no. Es lógico que así sea, pero si no nos lo merecemos, ¿por qué les seguimos votamos? La respuesta no puede ser otra que la que indica que el hombre siempre se aferra a la esperanza, a ese resquicio que nos impide caer en el pozo ciego del desánimo, un desengaño que, por recurrente, late en las conciencias de los votantes, quienes se preguntan si esta vez cumplirán, por fin, sus promesas electorales. De nuevo, por soñar que no quede.

Ante esta soporífera atmósfera que nos proporciona la política patria, el futuro votante se halla ante una endémica encrucijada: acogerse al sarcasmo, y volver la espalda a la vida política, lo que nos conduciría a la parálisis de la vida nacional, o asumir nuestra responsabilidad de ciudadano, la que impide que nos acojamos a ese escapismo tan nuestro y tan funesto, el que esgrime: ¡para qué votar, si van a seguir haciendo lo mismo de siempre! La vida nos ha enseñado que negar la realidad no conduce a nada, todo lo contrario, contribuye a empobrecerla. Si no queremos que esto suceda, debemos comprometernos en el devenir de nuestro país. Únicamente, si ejercemos nuestro derecho al voto podremos ayudar a que las cosas cambien a mejor. De lo contrario, si la desidia se apodera de nosotros, contribuiremos a que “la nación española, cuando menos pasajeramente, deje de existir” (Azaña, Velada en Benicarló). Y una nación deja de existir cuando no se puede estudiar en el idioma materno –un hecho inaudito en cualquier lugar del planeta–, cuando se sanciona por rotular en español, cuando se homenajea a quienes han causado la muerte de más de 800 inocentes, cuando se insulta a quienes llevan la bandera de tu país, cuando se diluye el rigor cívico, el sentido del pacto constitucional, la solidaridad entre comunidades, la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia. Cuando esto ocurre, la voz del poeta nos recuerda que nos “llevan al destierro” (Cernuda, Las nubes), a esa infinita soledad de quienes sienten, con sonora desesperanza, que nada cambia, y cuando algo cambia, no lo hace para devolver aquella esperanza que tuvimos los hijos de la transición, un período de la Historia que ilusionaba y reconfortaba por igual. Tiempo en el que la lógica del corazón se aunaba a la lógica de la moderación parlamentaria. Tiempo en el que los políticos sabían pactar sin imponer el NO ES NO. Tiempo en el que una nueva Constitución era posible entre todos y para todos. Tiempo en el que la gravedad de la crisis económica llevó a los Pactos de la Moncloa. Tiempo en el que no se señalaban a los medios de comunicación disidentes con el poder. Tiempo en el que la libertad y la creatividad permitieron movimientos como la Movida, la que hoy no pasaría la censura de lo políticamente correcto. Tiempo en el que los políticos, intelectuales y periodistas tenían una altura que hoy añoramos con no escasa melancolía. Tiempo en el que, parafraseando a León Felipe, “Luchamos contra el odio”, porque había “que matar al odio”, el odio que inculcan ciertas ideologías, las que no comprenden que “el hombre es lo que importa”. Tiempo en el que tuvimos la sincera esperanza de que podríamos salir de esa minoría de edad llamada España.

Pasan los años, y aún no tengo la certeza de si “España está por descubrir”, como escribiera Unamuno (En torno al casticismo), pero sí puedo hacer mía una reflexión que nos dejó para el recuerdo: “A esta nuestra pobre España […] emparedada en tradiciones, de ladrillo y yeso, corre riesgo de morir podrida por sus propias deyecciones. Antaño estuvo hechizada por un monarca; hoy parece que está hechizada la nación entera” (Libros y autores españoles contemporáneos). La cuestión es saber quién la hechiza. Tengo mi respuesta. Pero esta poco importa. Lo que importa es que usted, querido lector, tenga a bien coger su papeleta y acuda, una vez más, a votar. No diré a “Por el cambio”. Esta decisión le concierne a usted. Y solo a usted.

Por mi parte, poco más puedo decir; solo recodar, con Cioran, que “Cuando el mundo entero se ha derrumbado ante nosotros, nosotros también nos derrumbamos irremediablemente” (En las cimas de la desesperación). Y como mi deseo no es perecer, intentaré, con mi voto, que la política no me derrumbe por entero. Por soñar que no quede.

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Valencia

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