En 2019 se nos han ido otros muchos más de los denominados grandes. Nos dejan un abismo de consumo inmediato y pérdida de valores. Vivimos época del todo vale aunque apenas dure
Conocí al artista norteamericano John Baldessari, una figura del arte conceptual fallecido hace apenas unos días, una primavera de finales de la década de los ochenta. Fue con motivo de la exposición que organizó el IVAM junto al Ministerio de Cultura en el instituto valenciano. Cuando entré en aquella habitación para entrevistarlo me esperaba un hombre corpulento, ya con el pelo grisáceo y largo, escondido detrás de unas gafas oscuras y en un principio de pocas palabras, algo que cambió con el paso de los minutos. No parecía estar muy alegre por aquello de tener que explicar su trabajo o estar al servicio del periodismo, pero fue amable y bondadoso. Aún conservo el catálogo de aquella exposición titulada “Ni por ésas/ Not even so” dedicado y firmado. Por cierto, algunas de sus obras se pueden contemplar estos días en el IVAM dentro de la exposición “Tiempos Convulsos” -buen título y gran trabajo- algo que debería de motivar a muchos a descubrirlo o acercarse. Sin complejos tan habituales.
No tuve la suerte de conocer a Rick Ocasek, pero la música de The Cars ha formado parte de mi banda sonora y aún lo continúa haciendo en mi antiguo giradiscos recuperado desde hace años junto a mi interminable colección discográfica. Sí tuve la suerte de ver bailar a Alicia Alonso y conversar con ella, como asistir entusiasmado a un concierto de Mariss Jansons, escuchar a Michel Legrand al piano en el Teatro Principal de Valencia, autor de más de doscientas bandas sonoras y ganador de tres Oscar, e incluso reírme con un Camilo Sesto interminable quien me canceló después una estancia en su casa de Madrid con motivo de su reaparición artística. Es lo bueno de este oficio que te permite conocer a centenares de grandes artistas y creadores que forman parte del making off de nuestra vida profesional.
Todos ellos fueron grandes. Son sólo seis de los grandes -hay que repetirlo- que se fueron el pasado año, aunque Baldessari falleció a comienzos de enero 2020, y nos han dejado un agujero enorme en la memoria y en la realidad de una existencia que corre hacia atrás a una velocidad de vértigo. Sí ya sé que muchos pensarán que por edad y ley de vida estaban condenados a desaparecer, como lo estamos todos, pero para mí lo importante es que nos formaron de tal manera que sustituirlos es algo prácticamente imposible. Existe un abismo de vértigo. Décadas de vacuidad. Y no somos tan mayores, pero sí echamos en falta ese punto de conexión.
He puesto como ejemplo esos nombres como podría haber puestos otros tantos que también nos dejaron en 2019. Pero todos ellos tenían algo muy especial, algo que marca tu vida de una u otra manera y los recuerdos a través de su obra o su trabajo creativo vivido con una pasión inagotable. Sin freno. Porque esta clase de artistas no tiene vida íntima. Vive para no parar. Por eso no paran. Es una norma. Por eso Dylan lleva años con ese tour interminable que se llama “Never ending”.
Hace unos días en una red social alguien compartía dos listas de ganadores de los premios Grammy, los galardones de la música, y comparaba los artistas que habían conseguido la estatuilla en los ochenta con los últimos reconocidos cuando no existían redes sociales y menos aún marketing comercial. Y la verdad, viendo el último palmarés daba ganas de salir corriendo. ¿Tanto hemos cambiado? ¿Tanto ha cambiado nuestro sentido del gusto y la sensibilidad? Pues parece ser que sí. Muchísimo. Qué horror la alfombra “gris”. Menuda horterada.
A veces en tertulias o conversaciones íntimas salen a relucir estos y otros nombres mientras me preguntan por alguna anécdota o curiosidad con la que sorprender a mis acompañantes y animar velada. Y es entonces cuando nos damos cuenta de lo banal que hemos convertido ya no sólo la música, el rock-pop-jazz, la danza o el arte, sino en qué lo hemos convertido con nuestra autorización y displicencia este mundo del arte y las variedades varias.
Ahora nos quieren educar o a las nuevas generaciones a base de Talent shows en los que prima la tontería y la vulgaridad, artistas en muchos casos de usar y tirar que como dijo Warhol son capaces de vender su alma por un éxito de unos minutos a los que todos tienen derecho una vez en la vida. Es negocio. No importa la impronta y menos la memoria. Valora el más obtuso.
Una vez eliminada la crítica o su pérdida de peso y confianza porque la especialización ya no interesa a los mass media, mejor divertirnos con un tipo que cuelga un plátano en una galería de arte y lo considera per se arte -vale Duchamp convirtió en objeto artístico un urinario, pero también nos legó una teoría y un sentido de convulsionar el arte- o meter en una lata un montón de excrementos como hecho artístico. Ni siquiera los museos logran articular un discurso convincente dentro de la contemporaneidad, aunque sea cierto que nos falta distancia para apreciarlo o valorarlo. Pero, al mismo tiempo, nos han quitado la aventura y el riesgo del mero descubrimiento, o las propias ganas de descubrir. Hasta la sorpresa.
Hoy las supuestas estrellas de la música salen de concursos televisivos que sólo manejan el impulso de los/as adolescentes y su bolsillo, destruyen ilusiones y actúan como un simple y mero negocio inmediato del que mañana ya no hablaremos. Vidas y carreras truncadas por la especulación.
En cierto sentido hemos perdido la capacidad de sorpresa o nos la han hecho perder. Se venden canciones, por ejemplo, pero no obras globales. Quien viva con adolescentes curiosos sabrán de lo que habló cuando escuchan un disco de los setenta, por ejemplo, y aparecen raudos para saber qué es lo que está sonando porque les parece nuevo, distinto, diferente a lo que les acompaña en sus medios digitales y se sale de los patrones que la industria les intentan vender a través de plataformas de pago donde cabe todo, hasta esa llamada Rosalía un espanto producto del marketing, la imagen visual pero planos de contenidos estilo Lady Gaga y su abrigo de filetes de ternera. No se les permite ya indagar. Les corrigen y dirigen.
Tengo la sensación de que esta crisis, o estos años llamados de crisis, pero no de expolio y destrucción, no sólo ha cambiado nuestras vidas sino también la percepción de la belleza y la inquietud del descubrimiento. No hemos entrado sólo en otro territorio sino simplemente nos han dejado con nuestros recuerdos o incluso sin ellos reseteando memorias. Ya nadie se fía de nada. Y todo es de usar y tirar siempre y cuando haya negocio, claro. Algunos hemos tenido suerte. Mucha. Aunque no vivamos de recuerdos y las ilusiones sólo formen parte de nuestra memoria. Si contáramos…