En la ciudad china de Chongqing, el hotpot no es una comida; es un estilo de vida. Una especie de religión pagana que congrega diariamente a familias y amigos alrededor de una olla central, en la que cada comensal sumerge una gran variedad de ingredientes que cocina y consume al momento. Se calcula que en esta megaurbe de 30 millones de personas, situada en el sur occidental del gigante asiático, existen más de 50.000 restaurantes especializados en hotpot. Es un sector que da trabajo a más de 3 millones de personas solo en esa la ciudad.
El origen de esta tradición culinaria no está del todo claro, pero todo apunta a que fue un invento de los trabajadores del puerto de Chongqing a finales del siglo XIX. Los animales que llegaban por mar desde Sichuan, Guizhou o Yunnan se vendían a las familias de clase media y alta, mientras que los órganos internos y las vísceras se desechaban o se vendían a precio de saldo. Estos subproductos son precisamente los que aprovechaban los trabajadores del puerto; los cocían en grandes ollas de caldo picante y se los comían junto al mar. Según explicaba en 2015 un periodista chino en el diario británico Telegraph, este tipo de comida adquirió popularidad internacional a partir de la Segunda Guerra Mundial, aunque su grado de penetración en Occidente ha sido irregular. En España, donde apuramos hasta lo impensable el combo maldito del rollito y el arroz tres delicias, solo recientemente empezamos a prestar atención a la comida que realmente comen los chinos. Y es en esta nueva etapa de reconocimiento y descubrimiento de la gastronomía china, cuando los hotpots por fin han entrado en nuestras vidas.