Las cárceles españolas se han ganado una merecida fama en los primeros años del siglo XXI. Ese prestigio acreditado se lo deben a sus ilustres inquilinos, nada que ver con aquellos reclusos socialistas de los noventa. Si te toca Soto del Real se te hará la boca agua. Allí convive la ‘crème de la crème’ de la sociedad, el lugar donde se mueven los hilos del país
Me gustaría estrenar imagen como Carlos Fabra. Rejuvenecido, más delgado, con esa mirada que lo dice todo, presumiendo de un cierto sex appeal, vuelve el hombre, por si pensábamos que se había ido. La cárcel le ha sentado requetebién. Sólo ha estado dos años y medio. Ni mucho ni poco, el tiempo justo para no hartarte y echar de menos a tus compañeros del chabolo cuando recuperas la libertad. Él aún no lo sabe, pero Fabra extrañará el talego como algunos de nosotros extrañamos los besos de aquella novia estrábica de la adolescencia, aquellos besos ingenuos, castos y por tanto maravillosamente perversos.
Las cárceles ya no son lo que eran. Antes, si algún amigo te gastaba una broma diciéndote que acabarías en prisión por tus vicios menores, acababas imaginando una escena la mar de truculenta: en la ducha colectiva se te caía la pastilla de jabón al suelo y eras penetrado, sin posibilidad de escapatoria, por el hermano pequeño de El Vaquilla. Ahora todo ha cambiado. Gracias a la libertad de costumbres alentada por Zapatero, te dejarías hacer si vivieses una experiencia semejante. No te faltarían momentos de juego y distracción. Si te toca Soto del Real se te hará la boca agua. Allí convive la crème de la crème de la sociedad española, el lugar donde se mueven los hilos del país, como si se tratase del palco del Santiago Bernabéu.
A esta situación hemos llegado tras un proceso no exento de dificultades. En el franquismo y los primeros años de la democracia, las cárceles, llamadas hoy centros penitenciarios (curioso eufemismo), tenían mala prensa. Se llegó a decir que policías y funcionarios inflaban a hostias a los reclusos conflictivos. Tal vez fuese una leyenda negra extendida por los seguidores de Michel Foucault, una pequeña exageración para desacreditar al sistema. Pero todo comenzó a cambiar, a Dios gracias, cuando presos ilustres como Julián Sancristóbal, Rafael Vera y Mario Conde desfilaron por Alcalá-Meco. A Luis Roldán llegaron a reservarle una cárcel para él solo en Ávila. Algunos de vosotros no habíais nacido por entonces. Eso fue en los noventa, cuando aún creíamos que este país tenía remedio.
Yo, que soy un pobre diablo, siento ganas de saltarme la ley para que un juez dicte mi ingreso en prisión. Con el robo de una docena de huevos, creo que me echarían la misma pena que a Rato
En los primeros años del siglo XXI, las cárceles se han ganado una merecida fama. Ese prestigio se lo deben a sus inquilinos. Porque a aquellos reclusos socialistas que calzaban unos zapatos espantosos les han seguido otros con más lustre, gente bien de colegio de pago que conduce deportivos y viste ropa de marca. Hablamos de Díaz Ferrán —que debe de estar tramando una nueva Marsans—, Bárcenas, Granados, Matas y Pujol Ferrusola. No podemos olvidar a nuestro paisano Rafael Blasco. Los políticos conservadores, con esa elegancia y elitismo que les caracteriza, han manifestado una clara y firme predisposición a pasar un tiempo entre rejas, sabiendo que el Estado —del que reniegan como buenos liberales— cuidara de ellos con generosidad. Los últimos en incorporarse a estos hotelitos singulares son los hermanos González —Ignacio y Pablo—. Han inaugurado una nueva modalidad de estancia carcelaria, el dos por el precio de uno.
Yo, que soy un pobre diablo, empiezo a sentir envidia de todos estos internos privilegiados. Hace un millón de años creía que en España podían encontrarse cincuenta justos en los centros de poder pero hoy me rindo a la evidencia: ni cincuenta ni cuarenta ni treinta. España, como Sodoma y Gomorra, sería arrasada por el Dios justiciero del Antiguo Testamento, el que de verdad nos pone, no como el otro, el blando que vino después.
Ser honrado no sale a cuenta en este país. Hay que hacer trampas y marrullerías, ser más o menos golfo de acuerdo con tus capacidades y circunstancias, estafar lo necesario para que la gente te tome en serio. Si eres honrado Hacienda irá a por ti. Si eres un delincuente como Dios manda, que estafa millones de euros al erario público, te habrás ganado el respeto.
Como esos rateros que vuelven a delinquir al salir de la cárcel porque no pueden vivir en libertad, así me siento yo, con ganas de saltarme la ley para que un juez dicte mi ingreso en prisión. Se me han ocurrido varias opciones pero creo que la más factible es la de robar una docena de huevos (ecológicos, por supuesto) en el súper del barrio. Como mínimo me echarán cuatro años de condena, casi la misma pena que le cayó a Rodrigo Rato por su desordenada codicia en Bankia. Rato, hijo también de padre delincuente, se resiste a dar el paso de entrar en Soto del Real. Mi amigo Pedro, funcionario de prisiones, me comenta que tiene unas excelentes vistas a los páramos de la Meseta. No entiendo por qué Rato se hace tanto el remolón. Pedro también me ha dicho que Francisco Correa, el de caso Gürtel, es un adicto a los gimnasios de las cárceles que frecuenta. Padece claustrofobia pero el tío está supercachas. Entre Carlos Fabra y él no sé con quién quedarme.