hedonismos 

Turista en mi ciudad

Me gustaría vivir en mi ciudad como turista aunque fuera sólo por una vez en la vida.

| 10/01/2025 | 6 min, 23 seg

Casi como el recién llegado a Nueva York, que no puede bajar la cabeza ensimismado con la envergadura de los rascacielos. Esto es, pasear por calles y plazas, haciendo caso omiso a las pintadas de Tourist go home, y parando en cualquier bar o restaurante sin mirar los precios. Siempre he fantaseado con la idea de que, si me he hartado a vender mi ciudad como la mejor del mundo, ¿no merezco poder ser un extraño en mi ciudad para sentir las cosquillas en el estómago del flechazo a primera vista? 

Por cierto, mi ciudad es Barcelona y, según el manual del buen ciudadano que, por supuesto, no existe, cumplo con los cánones para que mi rostro aparezca ilustrando la definición arquetípica del barcelonés medio: familia con tienda en el mercado municipal del Ninot en el corazón de la izquierda de l’Eixample, parte de nacimiento archivado en el Hospital de Sant Pau, símbolo del modernismo higienizado, infancia y adolescencia en la calle Aribau, la calle con más restaurantes por metro cuadrado de la ciudad, seguidor acérrimo del Barça hasta perder el hambre si pierde un partido y oficio especializado en levantar acta periodística del estado actual de la restauración local. 


Por eso y mil razones más, me gustaría vivir en mi ciudad como turista por una sola vez en la vida para romper con el tópico de los lugares comunes o, mejor dicho, de los no-lugares. Esos espacios sin alma entre los que se puede encontrar cientos de bares y restaurantes a los que sólo van extranjeros. En este caso, me gustaría pensar que sería un turista practicante del turismo consciente, y me decantaría por comer ahí donde van los locales. Me sentaría por vez primera en Gresca, Coure, Al Kostat, Hisop, Xavier Pellicer, Suculent, Dos Pebrots o La Pubilla y tendría una epifanía degustando su cocina de mercado que respeta la estacionalidad. Abrazado a desconocidos en una sobremesa eterna aplaudiría el gran estado de forma de la cocina catalana. Sin necesidad de aguacates, mangos ni otra montaña más de caviar.

Me gustaría vivir en mi ciudad como turista por una sóla vez en la vida para descubrir a la nueva generación de cocineros y cocineras que ha roto con la inercia de una ciudad que pensó durante demasiado tiempo que la cocina catalana no existía como tal más allá de unos platillos de una cierta importancia. Una generación que, por fin, ha encontrado más referencias en el escabeche que en el ceviche, en la escudella que en el ramen o en l’esmorzar de forquilla antes que en el brunch. En esas coordenadas, Suru Bar, La Sosenga, Berbena, Xeixa, La Gormanda, Can Culleres, Margarit, Glug, Tramendu, Granja Elena o La Palma de Bellafila rejuvenecerían mi espíritu escéptico para salir en volandas hacia la noche ininterrumpida, con coctelerías premiadas ocultas dentro de la puerta de una nevera y botellas de cava (no de champán) para hablar catalán en la intimidad.

Incluso si he sido previsor, y he reservado con antelación, me gustaría vivir en mi ciudad como turista por una sola vez en la vida para darme un homenaje y comer en Disfrutar, Àbac, Lasarte o Cocina Hermanos Torres. Porque si lo que me va es el turismo de lujo y vivir la experiencia (qué odiosa palabra) de un triestrellados, en Barcelona comería como un rey pagando la mitad de lo que soltaría si la cuenta final fuera de un restaurante parisino, londinense o toquiota. Así podría dejar una propina generosa muy por encima de la media de los clientes locales, una especie en extinción en estos comedores de lentejuelas.

Los barceloneses amamos Barcelona por encima de todas las cosas al mismo tiempo que nos derrumba y nos irrita por dentro

En definitiva, me gustaría vivir en mi ciudad como turista por una sola vez en la vida para dejar de ser una contradicción con patas. Porque los barceloneses amamos Barcelona por encima de todas las cosas al mismo tiempo que nos derrumba y nos irrita por dentro. Hemos vendido a bombo y platillo la máxima de que "el mundo nos mira", de que somos un gran escaparate con pulsera de todo incluido, y ahora nos lamemos las heridas al ver al extraño viviendo entre nosotros; ocupando nuestro espacio y reservando nuestra mesa. 

Porque este es un debate creciente en Barcelona y, por ende, en otras grandes ciudades españolas: ¿Los restaurantes serán siempre nuestros si buscan contentar específicamente al turismo? Y una pregunta de mayor calado: ¿Se puede criticar la turisificación en nuestras ciudades y en nuestros restaurantes sin caer en las garras de un cierto tufo a racismo encubierto? 

Al final, sólo nos queda hacer equilibrios entre arenas movedizas. Abrazar la ambigüedad como un ingrediente más en un mundo raro. “Yo creo que la pandemia nos dio un ejercicio de realismo muy importante”, dice sabiamente Rafa Peña del restaurante Gresca a Cristina Jolonch en el podcast Quédate a comer de La Vanguardia. “Si tu no cuidas lo local en un momento u otro te va a ir mal. Y lo digo en un momento en el que nunca he tenido tanto turista comiendo en mi restaurante y estoy encantado. Cuesta que las noches sean tan locales como antes, pero tampoco puedes evitar que la gente venga. Pero el cliente local es completamente necesario. Tú vives en Barcelona y te debes a la gente de Barcelona”. ¿Restaurantes y cocineros al servicio de su población? No debería sonar tan raro aunque ahora suene a superhéroes sin capa.

Albert Ventura, del restaurante Coure, va más allá y confiesa que los extranjeros se enfadan porque en su restaurante no hay cartas en inglés. Interesante, como si la inmersión a la gastronomía local empezara por el lenguaje antes que por el gusto o el olfato. Otro que ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos es Jordi Vilà: un enorme salón con dos comedores sin un muro de separación divide Al Kostat de Alkimia. En el primero, se sirve cocina catalana tradicional a precios razonables y el público es mayoritariamente local. Enfrente, se sirve alta cocina a precios altos con extranjeros en la mayoría de las mesas. La cocina de ambos comedores y las manos de los cocineros son las mismas. Las miradas de uno a otro comedor son distintas. 

Por eso la labor del periodismo gastronómico actual debería centrarse en historias reales de la gastronomía en las que el “puede” gane la batalla al “debe”. Historias en las que el relato se impone a la anécdota intrascendente del privilegiado. Sin dogmatismo, pero también sin dramatismos. Para que se entienda el pulso actual de la cocina de la ciudad, pero también el malestar creciente entre los jóvenes barceloneses, posicionados en contra de las mejoras en su propio barrio a sabiendas que esa supuesta transformación para bien, les expulsará de su ciudad más temprano que tarde al no poder seguir manteniendo el listón de la nueva calidad de vida imperante. Ni en su calle de toda la vida ni en su restaurante favorito.

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