VALÈNCIA. Ahora que el final del verano llegó y sus procelosas aguas son absorbidas por el sumidero posvacacional, la gorra sustituye al canotier, la americana a las camisas de flores y el plato viendo series a las cenas con amigos a la luz de la luna, echamos la vista atrás a un agosto que se antoja cortísimo y nos preguntamos si lo habremos aprovechado lo suficiente. Con suerte algunos privilegiados podrán aguantar limpias las piscinas de su segunda residencia una o dos semanas más antes de que la nada de algas que invade fantasía ejecute su fundido a verde oscuro. En el momento de emprender el viaje de vuelta a la ciudad y sus quehaceres, la falta de cuidados comenzará a emponzoñar las aguas hasta convertirlas, a lo sumo, en materia de regadío. Habrá que esperar hasta el verano que viene para volver a regocijarse en el chapoteo, las risas alocadas, las colchonetas, los sobrinos voladores, los baños nocturnos, los vermús acodados en el borde.
Pero si Burt Lancaster conseguía volver nadando a casa saltando de piscina en piscina en la maravillosa The Swimmer (Frank Perry, 1968) —basada en el relato homónimo de John Cheever—, proponemos a continuación un río que no cesa de piscinas de ficción en el que emprender el más largo de los largos a los que se debe enfrentar el ser humano: mantener la cordura hasta las próximas vacaciones estivales.
Una familia de patos salvajes ha venido a refrescarse a la piscina de Los Soprano. Tony, un estereotipado mafioso italo-americano, sensible a su manera, camina aguas adentro mientras arroja migas de pan llenas de amor a sus nuevos y entrañables huéspedes. Poco imaginará la trascendencia de este episodio que precipitará que inicie su terapia psicoanalítica, que es otro estupendo lugar en donde zambullirse y bucear de lo lindo hacia lo hondo.
Salimos del agua con el bañador pegado al cuerpo y, sin que nos dé tiempo a secarnos, recalamos ahora en la piscina de Walter White, el profesor de química metido a narco de Breaking Bad. Esto sí es un espectáculo. Como si se tratara de un mercado de pulgas subacuático, encontraremos de todo allí: cerillas carbonizadas, dólares no consecutivos y sin marcar, vómito de Walter Jr e incluso un osito rosa de peluche al que le falta un ojito. Sólo nos faltaría encontrar al bebé del Nevermind de Nirvana a punto de agarrar uno de esos verdes; en su lugar, bucea la nunca bien ponderada Skyler con su vaporosa falda azul en un momento enajenación mental transitoria y del todo comprensible. A pocos kilómetros, será también alrededor de una lujosa piscina en donde Don Eladio y su banda se tomarán unos tequilas de lo más chingones.
Puestos a hablar de muertos en piscinas —con el peligro que conlleva de que se obture el skimmer—, ¿cómo no recomendar El crepúsculo de los dioses? Según dicen, se trata de la primera película de la historia narrada por un muerto: el guionista buscavidas Joe Gillis que aparece flotando bocabajo en la piscina de la gran Norma Desmond, ricachona decadente en sus horas bajas. No en vano, el propio Billy Wilder explicaba así su simbología: “usé la piscina abandonada con fines dramáticos, porque más tarde, cuando el joven gigoló entra en su vida, lo natural es que ella quiera limpiar la piscina y llenarla, como una expresión de su renovado interés por la vida”. Pero si el director nos explica las intenciones de la señora Desmond, el narrador en voz en off hace lo propio con las de Gillis: “siempre quiso una piscina. Bueno, al final consiguió una. Sólo que el precio resultó ser un poco alto”.
Piscinas solitarias en donde Sherlock Holmes (Benedict Cumberbatch) citaría a Moriarty (Andrew Scott) para un tête à tête. Ya saben, una de esas piscinas deportivas cubiertas en donde reina la paz y la discreción; un no-lugar como otro cualquiera reconvertido en un espacio de cálida serenidad gracias a las fotografías de la eslovaca Mária Švarbová con sus bañistas casi en acto de recogimiento. O, por el contrario, piscinas bulliciosas como las fotografiadas por el británico Martin Parr, documentando las costumbres y el estilo de vida de la gente corriente, los baños corales de las clases populares abarrotando cada metro cúbico de agua.
Pero si hay un auténtico prescriptor de la piscina como el lugar más indicado para celebrar la alegría de vivir es sin duda el pintor británico David Hockney. A partir de los años 1960, su producción artística se llenó de piscinas después de descubrirlas en su primer viaje a California. Desde entonces, las ha pintado decenas de veces: con hombres desnudos de torso torneado, sin personajes y destacando la arquitectura y el paisaje, en calma, con ondas entrelazadas o con sus aguas violentamente agitadas como en El gran chapuzón (1967), que presenta una imagen congelada milésimas después de que alguien saltara de un trampolín casi tan bien como lo hace Bill Murray, cigarrillo en boca, en Academia Rushmore.
Otro gran pintor de piscinas fue el también británico Leon Kossof, con unas cuantas variaciones sobre la piscina londinense a la que llevaba sus hijos a nadar; una época y un lugar en los que, según sus palabras, fue tremendamente feliz, lo cual se transmite con toda la vitalidad de unas cuantas líneas rápidas y sinuosas de una gran expresividad.
Y si nos zambullimos en al campo de la ilustración, tienen ustedes una interminable lista de piscinas como para recorrer gran parte del camino sin secarse: desde el mítico cartel de Josep Renau para el balneario de Las arenas (1935) hasta los trabajos recientes de autores tan diversos como Emiliano Ponzi, Charlotte Ager, Klaus Kremmerz o Valeriya Volkova por citar tan solo a algunos.
Para acabar con un buen sabor de boca, no se nos ocurre mejor broche que el del cortometraje Leyenda dorada, de Ion de Sosa y Chema García Ibarra, en un canto costumbrista a la normalidad y sus grietas en una piscina municipal atestada en donde conviven señoras que cantan, niños que juegan con la magia negra y, lo que hoy nos parece un lujo inalcanzable, sin mascarillas ni distanciamiento social.
Y si, por el camino, se topan con una piscina vacía, como el protagonista de The Swimmer y el niño rubio que no sabe nadar, no desfallezcan: aunque Raymond Chandler dijo aquello de que “no hay nada tan vacío como una piscina vacía” siempre podrán cruzarla con unas ágiles brazadas que corten el aire; al fin y al cabo, se trata de tirar de ficción hasta el próximo verano.