VALÈNCIA. En la vida anterior al Coronavirus, en un receso, tras un obligado confinamiento hospitalario, desperté de un sueño en una terraza de El Cabanyal, escuchando música de fondo y acompañado de un murmullo propiciado por un lengua derivada del latín, el italiano, muy chapurreado en los últimos tiempos sobre la superficie viaria del Cap i Casal. Necesitaba en mi estado, anímicamente cansado, respirar aire puro, refrescar la memoria y cifrar la brisa del mar, tan achacada por una huracana humedad que pinzaba en los huesos molt fort. El local en cuestión estaba ubicado en paralelo a uno de los frontales del esencial Mercado de alimentos frescos, pulmón alimenticio del barrio que fomenta la cooperatividad y el comercio de proximidad. Los clientes eran muy variopintos e interactuaban entre sí. Sin miedo al contacto. Sin mascarillas. Sin guantes. En el interior, un binario compuesto por la mixta voz de un hombre y una mujer amenizaba la vesprada al ritmo musical. Casi siempre que visito alguna taberna, una vez pongo el pie en ella, en primera instancia, proyecto la otra mirada a la de la firme barra para intentar saciar mi paladar literario. La València gastronómica cuenta en su haber con una amplia red de bibliotecas itinerantes, diferenciándose en fondo y forma de los otros y ya habituales bares y cervecerías que ofrecen el servicio de prensa diaria.
En efecto, allí estaban, un pequeño grapado de vetustos libros, usados, paginados, que buscaban preferencialmente colarse en las tertulias de los clientes. En la estantería dormía una edición de Plaza&Janés, un íntimo epistolario de Sigmund Freud. En mi mochila viajaba entre otros, una machacada e imprescindible antología de Josep Pla, sustituyendo en el juego del trueque al padre y mentor de las teorías del Psicoanálisis. Una vez había pedido en la barra, despachado con eficiencia, me senté en el exterior con una pinta de cerveza para iniciar una breve lectura del epistolario, sin hacer mucho caso a los ruidos, ni a las conversaciones de los tertulianos que compartían conmigo la aureola del ocio vespertino. El autor de las misivas, tras una breve ojeada del texto, me hizo regresar al futuro en un viaje a los poblados marítimos, rebobinando el VHS de la memoria. Rebusqué entre los recovecos de mi niñez el gran misterio que cernía sobre mí inconsciencia la historia y tradiciones de la fachada marítima de mi ciudad, anestesiada por la leyenda del gato a la palmera que mi padre me inculcó desde muy pequeño. Mi viejo vivió de pleno aquella rivalidad absurda sazonada por un enfermizo virus cerebral desarrollado por el no respeto a la escuadra rival de tu patria chica.
Tan solo recordaba, vagamente, mis visitas al romanizado Balneario de las Arenas en el día del roscón, algún que otro baño en las aguas de la Malvarrosa, la visita a un portaviones norteamericano y un par de fugaces presencias, testimoniales, en la Semana Santa marinera gracias a la invitación de un matrimonio amigos de mis padres, Inmaculada y Vicente (R.I.P). No me ha sido necesario realizar mucha terapia psicoanalítica para descubrir el gran abecedario de la València Marítima que se inicia en la A de las Atarazanas. Solo me ha hecho falta crecer, madurar y experimentar con ella día a día, calle a calle, barrio a barrio y testimonio a testimonio. Cada uno busca descubrir la ciudad a su manera. Unos lo hacen desde los fuegos artificiales, otros desde la arquitectura, yo intento construir mi propio relato desde el camino inverso. El fútbol mantuvo mi mente aislada del palpable conocimiento de la ciudad durante un tiempo, excluido de ella, mi pueblo era Mestalla, pero a la vez sellé una magna amistad con una gran cantidad de amigos de la hinchada granota empadronados en la Galia marinera, José Cambrils, Fermín, Pérez, Alfred, entre otros. Buena gente. Mejores personas. El amor también contribuyó a ello, recalando temporalmente en la franja con los poblados marítimos, viviendo a las puertas de las murallas de la fachada marítima y experimentando con una heráldica original y auténtica de El Cabanyal, los Pascual-Navarro, horneros y pasteleros de gran tradición en el barrio.
Al recalar en ese afable hogar familiar y mediterráneo conocí a un buen amigo, José Vicente, alias Josvi, acérrimo seguidor del Levante, al igual que su abuelo, volviendo a presenciar y participar durante varias temporadas seguidas, a su paso, las celebraciones de la Semana Santa Marinera. Con él y su amigo Benaches, seguidor ché, María, mi compañera, y ayudado por las citas literarias de Felip Bens, un polivalente escritor a tener muy en cuenta, realicé una peregrinación por el Cabanyal-Canyamelar-Cap de Franca. En el Bar de Arsenio, sede de la peña valencianista Llamosí caté la titaina acompañado de una brava tortilla de patatas bebiendo mi primer barretxat. No tumbó, ni turbó mi relación con el Cabanyal la ingesta de la kazaya, sino la obsesiva partida de truc disputada por la alcaldesa Rita Barberá con la ciudad, por el incomprendido afán de mover los “trastos” de sitio, acción escudada bajo la piel de una reivindicación histórica del universal escritor valenciano autor de Flor de Mayo, Vicente Blasco Ibáñez. Escritor al que ni derecha monárquica ni izquierda revisionista hicieron ni puto caso durante varias décadas. Más aún cuando la alcaldesa de España ya había cavado una amplia zanja para abrir València con el Mar, reconvirtiendo la Avenida del Puerto en una vía de sola dirección con el final de meta en el magno Edificio del Reloj, que a fecha de hoy sigue sin albergar el Museo de Joaquín Sorolla.
Hoy sábado, jornada de reflexión para los fieles, un día antes de la resurrección los fervientes seguidores de Cristo viven la Semana Santa desde la pasión y el confinamiento. Con unos balcones engalanados de reposteros con la esperanza de volcar a media noche desde la atalaya la vajilla enmudecida por el agua bendita de la alegría de la resurrección, pero con unas imágenes que seguirán sepultadas entre la cuatro paredes de las iglesias de Los Ángeles, Santa María del Mar, Rosario y San Rafael. Pese a mi distanciamiento con la Iglesia por una cuestión de fe y creencias en la ciencia y en los hombres, soy de los que cuando una pareja de amigos, tengo pocos, celebran opcionalmente la ceremonia de unión en un altar religioso, por educación y respeto, sentado, les acompaño en el último banco de la Iglesia. Más de uno se ha librado de tal Vía Crucis de calzar las espardenyas sacándolas a pasear por las calles de los poblados marítimos durante la Semana Santa Marinera. Al día siguiente de despertar del sueño, sustituí las lecturas de Freud por Joyce siguiendo con mi paseo crítico y amable, confinándome en el centro hospitalario. Hoy seguiré la tradicional receta de mi padre, renovada con lechuga, sal y huevo duro, eximiendo de la dieta el azúcar del panquemado y no sacrificando la carne de ningún animal. No somos nada, decía mi madre, pero somos muchos para salir de esta. ¡Nos vemos pronto en las calles y los bares!