turismo gastronómico 

Utrecht: mucho más que un tratado

La primera vez que viajé a los Países Bajos, lo hice en coche con un colega. Éramos jóvenes. También inconscientes. El avión era cosa de ricos y lo monopolizaba Iberia.

| 08/07/2022 | 8 min, 6 seg

Salimos a mitad mañana, hicimos noche en La Rochelle, nos creíamos Alain Delon y Jean-Paul Belmondo. Miramos de frente la Ile de Ré, cruzamos París, Lille y fuimos a Gante. Allí recogimos un cachorro de Jack Russell terrier y comimos carne con patatas de la granja del Éleveur de chiens. Hace veinte años nadie hablaba en España de km. 0 ni sostenibilidad. Solo importaba el crecimiento. España iba bien. La gasolina era barata y aún no habían desembarcado Ryanair ni Vueling en València. Íbamos para cinco días. Acabaron siendo quince gracias a Nat. Cruzamos Bélgica y divisamos molinos de viento, del francés pasamos al flamenco y los canales se adueñaron del paisaje: habíamos llegado a Venecia.

Hay muchas Venecias lejos de Italia. Lejos de uno mismo. En otras latitudes. En otros países. En otros mundos. En Utrecht, donde un cisne demostró que los Países Bajos no son sólo patrimonio del flaco, disolviendo de un plumazo a la Unión Soviética en el Olympiastadon, confluyeron los dos hemisferios de un planeta que hoy mira a las estrellas: el sur de Germán Carrizo y Carito Lourenço y el norte de la vieja y recalcitrante Europa. Una Europa que antaño fue símbolo de la unión y la fraternidad entre los estados y los pueblos, y a la que hoy, únicamente se la intuye. Una Europa que en Maastricht se erigió fortín y garante de las libertades, los derechos y el bien común, pero que en Utrecht, casi trescientos años antes, asentó las bases de la diplomacia y la cooperación.

Cooperante y encantada se mostraba Susanne Pieren, Directora de la oficina de prensa y marketing de la ciudad de Utrecht: ”las sinergias entre ciudades son realmente gratificantes y fortalecen aspectos que pueden pasar inadvertidos desde la distancia. Para nosotros el turismo ciudad, es un elemento clave tanto a nivel cultural, social, económico, gastronómico (por supuesto) y social. Es uno de nuestros principales motores de desarrollo que ponen en valor nuestro compromiso con la sostenibilidad, la calidad, la mejora de la vida de nuestros habitantes y al mismo tiempo nos brinda la posibilidad de ser hospitalarios y mostrar nuestra ciudad, que se encuentra en el centro de los Países Bajos y que es no solo punto neurálgico e idónea para realizar un campamento base, sino que también es perfecta para realizar pequeñas escapadas desde València y conocer la esencia de los Países Bajos”.


Precisamente cooperar entre naciones a través de la promoción gastronómica es lo que la oficina de Turismo de València realiza de la mano de Emiliano García Domene, quién nos contó que: "desde Visit València promocionamos la gastronomía como parte de la identidad y la cultura valenciana. Valencia es uno de los destinos gastronómicos más importantes y con mayor proyección, gracias, no solo a su gastronomía más tradicional y reconocida internacionalmente como puede ser la paella, sino también a la innovación y vanguardia que caracteriza la alta cocina valenciana”.

Siguiendo en la misma línea, el propio Emiliano recalcó que: ”València cuenta con una despensa envidiable, la huerta y el mar Mediterráneo inspiran a cocineros y cocineras y que nos provee de producto de proximidad y temporada. Esto nos permite disponer de una gastronomía autóctona, de calidad y marca València, que estamos proyectando al mundo, no solo a través de ferias o encuentros profesionales sino también acogiendo eventos tan importantes como la Gala de las Estrellas Michelin España & Portugal que este 2022 se ha celebrado en València”

De esa Gala de las Estrellas que hablaba Emiliano, salieron coronados Germán y Carito y seis meses después tomaban un vuelo a Utrecht, para, haciendo acopio de nuestra despensa pertrechando sus maletas, realizar una cena memorable en el Winkel van Singel. Un palacete decimonónico construido por Pieter Adams y que hoy día es posiblemente el salón más bello de toda Utrecht. Con una imponente fachada inspirada en la tribuna de las cariátides del Erecteion Ateniense, a Germán le fascinó por las múltiples opciones que posibilitaba: ”la primera planta para un gastronómico, el hall y el salón para un espacio más distendido, el patio interior para brunch… el espacio es inmenso. Este local es un sueño para cualquier restaurador que quiera montar un concepto bárbaro y dar servicio 24/7”.


La cena que se inició con los encurtidos de la huerta valenciana y el all-i-pebre de anguila al estilo Fierro como snacks, siguió con el cremoso de tierra y ensalada de mar, mientras Germán y Carito salían al gran salón mezclándose con el resto de camareros autóctonos y ofreciendo una introducción a los platos siguiendo con la tradición y el juego. ”No os vamos a contar lo que es, cuando acabéis el plato tendréis que adivinarlo”, comentaban ambos con esa perenne sonrisa pícara. Posteriormente siguió su ya clásica orxata de chirivía, exquisita y tierna como nunca, unos tomates a la brasa perfectamente afinados y el arroz de pato de la albufera que causó el regocijo en la mesa. Como no, la mano repostera de Carito no podía fallar gracias a una cremosísima calabaza en dos cocciones. Eché de menos a Justina, quizás el objetivo no era tanto presentar toda su cocina, sino trasladar productos valencianos a través de su imaginario culinario.

Germán y Carito son como Focault para Deleuze, poseen una extrema violencia controlada, dominada, tornada coraje: tienen poder. Son un conjunto de intensidades y su cocina no es cuestión de comprensión, ni de acuerdo intelectual, sino de intensidad, de resonancia, de acorde musical, ese que dice “siempre seguí la misma dirección, la difícil, la que usa el salmón“. Escuchar su cocina es como si admirases el infinito dentro de un mundo de cosas finitas. Y solo ahí, en ese preciso instante, uno es capaz de sentirse feliz. De sentirse preso de una fugitiva eternidad. De saberse atrapado otra vez por todas esas cosas que perdimos en el fuego y que ganamos al regresar al astillero.

Mención merece el desparpajo y la vitalidad de Cristina Gómez, jefa de cocina que acudió junto a ellos y que trabajó como una fiera durante todo el día. Enérgica, disciplinada, ambiciosa, creativa. Mucho ojito. Como me decía el Sr. Ovando: boludo… pinta tenés! y ella no solo tiene la pinta, también determinación. Maneja el cuchillo como un bisturí. Con una precisión digna de la lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp. Del vino, la representación de cuatro grandes vino de la mano de Eva Pizarro, quién sin estar presente, estuvo: Celler del Roure, Javi Revert, Rafa Cambra y Valsangiacomo. Espumoso rosé, blanco, tinto y dulce que acabaron por componer un bodegón en el Winkel van Singel digno de Floris Claesz Van Dijck. El menú fue tan sostenible que estuvo escrito en tinta orgánica biodegradable sobre papel de semillas plantable. Y eso, en el país de los tulipanes, donde el precio de los bulbos allá por 1637 generó la primera burbuja financiera de la historia, gustó. Pronto lo veremos en la tierra de las flores, la luz y del amor.


Y tras la cena, la ronda nocturna bajo la noche estrellada de Utrecht, que nada tiene que envidiar a la de Arlés. ¿Quién necesita al Ródano cuando tiene ante sus ojos el Rin? Una noche en la que los cuatro elementos se dieron cita. El agua de los canales, la tierra de los pólders holandeses ganados al mar, el aire de sus molinos de viento, pero también del huracán que asoló la ciudad en 1674 y el fuego. Ese fuego que arde bajo el influjo de la F de Fierro. Alguna que otra confesión y varios secretos. Lo que pasa en Utrecht, también ha de quedarse allí. Cerca, la catedral de San Martín y la torre observaban impasibles el paso del tiempo, ese que parece arrebatarlo todo, mientras las bicicletas dejaron de pedalear dando paso a las últimas horas de luz en la noche más corta del año.

Mañana sería otro día, pedalearíamos hasta la Rietveld Schröderhuis y cruzaríamos el Natuurpark Bloeyendael, respirando el aire fresco de una ciudad que no abrasa de forma sofocante como València. Navegaríamos por el Singel, el canal circular de Utrecht y visitaríamos la catedral, el Dom Under y los palacios adyacentes. Reconoceríamos su historia y cenaríamos en Bunk, la antigua iglesia Westerkerk construida en 1891 y reconvertida gracias a la perseverancia de Robin Hagedoorn, quién durante el Burning Man, sintió la inspiración y decidió encapsular el concepto de hospitalidad disruptivo en la iglesia, convirtiéndola en hotel, restaurante, cooworking y centro cultural. Espacio que por cierto, destila sus propios licores y posee el órgano Quellhorst (construido en 1813) a pleno rendimiento, pues cada mes se organizan conciertos en él. Para la próxima visita quedaron pendientes los restaurantes Héron, Karel V de Leon Mazairac y Stadsjochies.


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