València ha aprobado por unanimidad una moratoria que prohíbe la apertura de nuevos apartamentos turísticos. Lo ha hecho ahora, a pesar de haberse podido aprobar en junio del año pasado, porque, aunque la situación era evidentemente muy grave, María José Catalá siempre estuvo en contra. Al menos, hasta que Madrid se le adelantó. Y, en cierto modo, le dio permiso.
Durante este año perdido, con todo el trabajo preparado y guardado en un cajón del área de urbanismo, se ha incrementado el número de apartamentos en un 33%. 1 de cada 3 apartamentos son de este periodo. De hecho, en estos doce meses se ha pedido licencia para más de 1000. Una cifra impresionante si la comparamos con los años anteriores, cuando la media era de 92.
Me parece innegable que ha ayudado a ello la percepción de una mayor flexibilidad y tolerancia por parte de unos gestores que, hasta hace una semana, creían que regular o prohibir era liberticida. La defensa de la barra libre anima a la especulación.
El problema se ha desbordado. Son datos. Lo dice el propio informe que respalda la moratoria. La situación no ha hecho más que "agravarse de forma exponencial y a gran velocidad".
Y ese informe es casi más importante que la propia medida restrictiva. Constata riesgos de saturación, descompensación de las dotaciones y servicios públicos, desaparición del comercio local para adaptarse al turismo y, especialmente, de una realidad que ya está aquí: el aumento del precio de la vivienda y la expulsión de vecinos y vecinas.
València es la ciudad donde más se ha incrementado el precio. Un 20% más en el último año. Ninguna ciudad nos iguala en toda España. Y la consecuencia es la expulsión de jóvenes y no tan jóvenes que, o no pueden encontrar una casa, o saben que les echarán no solo de su piso, sino también de la ciudad cuando se acabe su actual contrato de alquiler.
Por eso, la unanimidad para aprobar la moratoria no puede quedarse ahí. Creo que hay tres acuerdos para no repetir el error de perder el tiempo, con sus consecuencias. Y, sobre todo, para alejar el riesgo de perder la ciudad. Porque València, si continua esta dinámica, se continuará llamando igual, pero será otra. Con otra actividad, irreconocible y, sobre todo, con otras personas que la habiten. Una ciudad de paso. Un decorado urbano.
El primero. Limitar el precio del alquiler, declarando València como zona tensionada. Porque, aunque no se abriera ni un solo apartamento turístico más, el problema ya existe.
El segundo. Desterrar la idea de que ‘València será turística o no será’. Una València donde el turismo es el eje central significa tirar por la borda la potencialidad de una ciudad que puede generar empleos de mejor calidad. Volcar todo el modelo hacía el visitante es aceptar un modelo de precariedad, renunciar a un mercado de trabajo de mejores salarios y condiciones de vida. Por eso, a la vez que se frena la apertura de alojamientos turísticos, hay que reactivar zonas de la ciudad para que se instalen empresas de alto valor añadido, como, por ejemplo, el polígono de Vara de Quart que ha paralizado el actual ayuntamiento.
El tercero. Repensar las grandes inversiones en infraestructuras y dejar de dimensionarlas con el turismo como única medida. Se ha abierto el debate con los cruceros, a cuenta de, como nos enteramos días después, unas obras que impiden que en 2026 atraquen muchos de ellos. Pero la realidad no puede ser una rebaja temporal, sino permanente. València debe limitar el número de cruceros para siempre y abrir un debate serio sobre que número de visitantes quiere y de qué tipo.
Y relacionado con esto. Si hemos aprobado una moratoria porque no caben más plazas turísticas sin descompensar el equilibrio urbano, ¿dónde van a quedarse a dormir los 4 millones de pasajeros adicionales que querían conseguir Catalá y Mazón con la ampliación del aeropuerto, para el que pedían urgencia y celeridad al Gobierno de España? ¿No sería necesario parar y analizar qué aeropuerto conviene a la ciudad?
De hecho, hace poco escribía González Pons un artículo en el que hablaba de quienes se quejaban de vivir en zonas a las que se llega por carreteras estrechas, de esas que ahuyentan a los turistas, y les decía que no sabían lo que estaban deseando al querer conectarse mejor.
Lo nuestro no solo no es una carretera estrecha. Hemos batido el récord histórico de viajeros y el informe aprobado por el ayuntamiento dice, negro sobre blanco, que estamos superando el punto de no retorno. València no es, ni tampoco quiere ser Venecia. Allí, también, parecen arrepentirse.