VALÈNCIA. La ciudad es uno de los escenario naturales de la novela desde el siglo XIX, hasta el punto que este género literario es urbano casi por definición. Las ciudades tienen novelas. Las novelas buscan ciudades. Así lo cree la investigadora Maite Ibáñez. “La ciudad es un escenario lleno de relatos, que la literatura permite imaginar mientras la recorres y la descubres”, comenta. “Si existen estudios de urbanismo con perspectiva de género, apoyados en la sostenibilidad y la participación, ¿por qué no íbamos a encontrar este ingrediente también en las voces de las autoras que escriben sobre la ciudad?”, se pregunta.
Ibáñez forma parte de una nueva generación de intelectuales que viven en un contexto en el que se comienzan a suplir los olvidos del pasado. Recientes propuestas, como el Día de las Escritoras, pretenden compensar siglos de silencio y devolver al lugar que merecen autoras acalladas por las dinámicas del poder. Este Día de las Escritoras es una iniciativa de la Federación Española de Mujeres Directivas, Ejecutivas, Profesionales y Empresarias y la Asociación Clásicas y Modernas para la igualdad de género en la cultura, se celebró en la Biblioteca Nacional por primera vez en octubre de 2016, y ha tenido su reflejo también en València, donde se han realizado ediciones en Les Corts.
Desde su experiencia Ibáñez reflexiona sobre la incidencia de la voz de mujer en la literatura contemporánea, sus referencias, y cómo ha mostrado la vida cotidiana. “Algunas como Isabel Clara-Simó recuerdan su Alcoi natal desde La vida sense ell”, comenta; “otras como Carmen Amoraga utilizan un elemento simbólico del banco de la plaza para narrarnos Basta con vivir; o revisan la historia de dos generaciones de mujeres en Londres, como pasa de la mano de Susana Fortes en Septiembre puede esperar”. La nómina es amplia pero, sobre todo, es reciente. Y en muchas de ellas la ciudad es un elemento esencial.
El ensayo La València literaria desde el espacio narrativo (editorial UNED), de Francisco López Porcal, que acaba de ser publicado, analiza la utilización en concreto de València. En él se pone de manifiesto como la novelística en torno a la ciudad se ha construido fundamentalmente en torno a dos grandes ejes: el histórico, que agrupa momentos claves de la historia de la ciudad; y el social, basado en las diferentes formas de vida a lo largo del tiempo. Bajo estos dos grandes grupos López Porcal reúne un conjunto de obras que reflejan las desigualdades y conflictos que han marcado la vida urbana. Madres, hijos, rentistas, menestrales, comerciantes y labradores, conviven en una València en la que subyace el sempiterno antagonismo medio urbano-medio rural.
Con espíritu enciclopédico, López Porcal compila todas las voces que se han enfrentado a este escenario, describiéndolo, desmenuzándolo, o incluso obviándolo, en una recopilación que salta los tradicionales pespuntes y además de las referencias ineludibles (Blasco Ibáñez, Joan Francesc Mira...) incluye una amplia nómina de mujeres, especialmente a partir del final del siglo XX. Es la voz silenciada que ahora ocupa su espacio propio y que él, parafraseando a Picasso, no ha buscado, sino que ha encontrado.
Entre las autoras citadas por López Porcal sobresale María Beneyto (una de las primeras escritoras reivindicadas por Clásicas y Modernas) y su El río viene crecido (1960), novela de corte social que constituye uno de los mejores retratos de la València anterior a la riada del 57, una riada que a su vez tiene un gran protagonismo en la narración. En esta obra, dice López Porcal, se traza un retrato íntimo del eslabón más bajo de la sociedad valenciana de los años cincuenta, en el barrio de Nazaret, un grupo social para el que la vida es una auténtica “lucha por la supervivencia” según la describe.
Beneyto, junto a autoras como la periodista María Ángeles Arazo, forma parte de una generación de escritoras pioneras que fueron incorporando la voz de la mujer a la literatura valenciana del siglo XX. La primera, como poetisa y ocasional novelista, la segunda, como cronista de la ciudad y, mucho antes, “cuando nadie lo hacía” como recordaba ella misma esta semana, como retratista de los tantas veces olvidados pueblos del interior, han sido durante décadas referentes para las nuevas creadoras.
Con todo, la mayor parte de autoras referenciadas se encuentran en las dos décadas que van de 1989 a 2009 (último año del estudio), en las que se registra un aumento de publicaciones, sobre todo en valenciano, y también una mayor diversidad en cuanto a géneros. Una de las citadas, Carme Miquel, por ejemplo, apuesta por un tono memorialístico en Aigua en cistella (1999), pero desde una nueva perspectiva. Así, al igual que Beneyto, Miquel se aproxima a la València pobre de la postguerra, la de los años cincuenta, y aunque lo hace desde la distancia temporal, la revisión no es complaciente, sino dolorosa, no hay atisbo de nostalgia y no escatima en detalles de una época gris y marcada por detalles íntimos, como el mal olor de unos vecinos que a duras penas podían tener un mínimo de higiene.
Otra de estas autoras con voz propia sería la menorquina Esperança Camps, instalada y vinculada a València desde hace años, quien en Enllà de la mar (2004, premi Joanot Martorell 2003) ofrece un retrato singular de la ciudad ya que, lejos de evocarla apologéticamente, lo hace con una frialdad que tiene un sentido literario. “La escasa descripción de València es síntoma del distanciamiento de la protagonista con respecto a su entorno”, dice López Porcal. València es para el personaje principal un destino al que se acaba de trasladar por cuestiones laborales; no es una Arcadia pérdida, ni un destino finalístico. “La llegada de la protagonista a la ciudad transmite una impronta de ciudad poco hospitalaria e incómoda, pero en realidad se trata de una asociación entre el paisaje y el estado de ánimo a consecuencia del drama interno que sufre”, explica el estudioso.
En el lado contrario se encontrarían algunos retratos de la ciudad como el que ofrece María García-Lliberós en Babas de caracol (2006), en los que València aparece “de forma velada”, sin ser parte de la acción como era el caso de Beneyto, o de las emociones del personaje (Camps). “Las buenas costumbres se manifiestan en el juego de apariencias vinculadas a los selectos ambientes de la ciudad”, relata López Porcal. El Teatro Principal, punto de reunión de la clase acomodada, se convierte en “pretexto de fiesta social donde jóvenes y mayores participan en premeditados encuentros”. Otro tanto sucede con los paseos por la Alameda y la audición de los conciertos líricos en los jardines de Viveros, esbozados de manera sucinta.
Junto a otros relatos de la ciudad de autoras como las antes citadas o algunas más recientes como Núria Cadenes, López Porcal hace mención aparte al retrato que han ofrecido algunas escritoras como Pilar Pedraza. La novelista, en su ensayo Barroco efímero en València (1982), dejaba de manifiesto como la cultura de la escenografía barroca ha dejado su huella en la ciudad y sobre unas fiestas públicas que destacan, según Pedraza, tanto “por su frecuencia y aparente riqueza como por su papel de pantalla distractiva entre la masa y la crisis”. En este sentido, Pedraza dejó escrito que València siempre se han vivido con especial intensidad estas fiestas porque la ciudad es “harto pródiga en todo tipo de celebraciones sacras, profanas y mixtas”.
Para Ibáñez, la síntesis de esta mirada de mujer sobre València la describiría Carmen Alborch en La ciudad y la vida. De ese libro extrae una cita: “El centro histórico de València y todos sus barrios podría constituirse en una red urbana que nos mostrara y cuidara su legado, que nos ofreciera unos recorridos bellos y cuidados, que diera cabida y salida también a todo el talento que en sus casas bulle”.
En su ficción Las memorias de guerra del capitán Carleton (1714), Daniel Defoe incluía un momento en el que su protagonista aseguraba que “València haría olvidar a un judío Jerusalén”. Una València que, por fin, empieza a tener acento de mujer. Algo que se pudo comprobar en 2017, cuando se celebró el Día de las Escritoras en Les Corts. Esa jornada la escritora y filósofa Rosa María Rodríguez Magda fue la encargada de leer el discurso como coordinadora de un acto que estuvo dedicado a Carmelina Sánchez Cutillas y María Cambrils, y que constituyó toda una reivindicación.
En su intervención Rodríguez Magda advirtió de que no se estaba allí “para hacer un acto hermoso, sino para certificar una acción de justicia y reconocimiento de todas aquellas mujeres que un día empuñaron la pluma ejemplificadas hoy en estas dos autoras, pero que quiere recordar la larga estela de nombres olvidados, de aspiraciones tantas veces frustradas”. “Nuestro compromiso debe ser que sus voces vuelvan a ocupar un lugar preeminente en nuestras bibliotecas, en los textos escolares, en el canon académico, en el corazón de renovados lectores que reconozcan esa cultura que como pueblo hemos construido y nos hace más ricos y más auténticos”, concluyó.