Reconozco que tengo un pequeño problema. Obvio que a nadie tiene por qué importarle lo más mínimo mi pequeño problema pero estamos aquí para eso. No me gusta cuando se fuerza la sensación de pertenencia. Ese es el problema que digo.
Y entiendo que es terreno vedado en estos días de ruido y banderas -"a mí lo que me duele es el pecho; (el pecho tiene forma de España)", escribió Blas de Otero- pero no puedo evitarlo. Demasiadas veces la gente asume la tradición como algo obligatorio, bonito, necesario, suyo y absolutamente moderno. Amar tus fiestas, leer a tus poetas, defender los encurtidos o gustarte el folclore. Aunque nunca lo hayas mamado realmente. No es lo mismo hablar valenciano que saber hablar valenciano.
Así que no voy a decir que yo he he ido a ver partidas al Trinquet de Pelayo (y mira que he tenido tiempo, 150 años) porque no sería verdad. Molaría decirlo, supongo, pero no se puede hacer de todo en esta vida. Estuve en un par de ocasiones quizá, alguna visita por trabajo, pero ni dos ni tres veces hacen discurso. Yo he ido al Trinquet después de años para comer, lo reconozco. El sábado pasado. Disculpen mi falta de interés hasta entonces.
Pintaba bien el nuevo Gastro Trinquet -sic- con cocina de Pablo Margós, de Las Bairetas de Chiva, y renovación estética. Y realmente estuvo bien aunque, ya saben, aquí no hay crítica gastronómica. Arroz de sepia y alcachofas, ajoarriero de garrofó, cosas bien hechas. Yo siempre les digo que vayan, prueben y decidan. Para este rincón me interesa mucho más las ideas escondidas. Por ejemplo la verdad y la tierra, lo que en Borgoña llamarían el 'terroir', salvando las distancias entre ambos mundos. Tipicidad de platos y sabores, tradición. Hacer cosas porque no puedes evitar hacer esas cosas. El sitio precioso, con una mano enorme del artista fallero Manolo García. Las Fallas sí las he frecuentado más.
Junto a mi mesa varias más en fila con muchos comensales y algunos niños peleones. Hablan alto así que sé que son de Chiva, y no paran de comentar cosas sobre la comida, las elaboraciones, si la camarera conoce o no a la chica del estanco. Lo prometo. Y sientes que entonces merece la pena estar comiendo allí porque tiene sentido. Es buena señal que haya más parroquianos que turistas. Esa es la tradición bien entendida: hacer lo que sabes y sientes en cualquier contexto. Escribir lo mismo sin importar cómo sea el papel.
Otro de los recientes ha sido Casa Amores, que es el nuevo de José Gloria y sí, es otro mejicano. ¿Pero acaso no tiene sentido que lo sea? No es extraño imaginar parte de su carta servida, no sé, en Acapulco. Ese Méjico que también mira al mar, a los mariscos, los ceviches y el aguachile. Es otro ejemplo de que esa sensación de pertenencia cuenta mucho para el discurso siempre que sea real y no impostada. Decenas de veces he comentado con amigos, en el barrio, que la playa tendría que estar llena de sitios donde poder comer una buena sepia y clóchinas, pero extrañamente lo que hay son fritos extraños y tartas. Un mejicano haciendo comida mejicana. Pues claro.
En el Trinquet hay partida esa tarde y hay uno de esos niños que ve entrar a un jugador y le pide una pelota. Se la da. El chaval corre encantado. Es una escena de bar en un sitio que no es un bar. Ni la carta, ni la cuenta, ni el mármol lo son. Quizá los viejos del lugar crean que aquello tiene un complicado encaje lírico con la vaqueta, como podrían pensar en el Méjico más crudo que los tacos revisitados no funcionan. Pero quizá la modernidad (que a veces se pinta con demasiado dorado) sea un peaje necesario para mantener algunas cosas.
En Casa Amores, y es solo un dato en plan anécdota, no quisieron prepararme un cocktail sin alcohol. Que es un detalle que aplaudo porque un cocktail sin alcohol es tan absurdo como una hamburguesa vegetal. Pero es que uno está ya mayor y se medica. La parte buena de ese pasar del tiempo es que comienzas a tener claro que no existen las certezas. Y cuestionas, para bien, todos tus prejuicios con la tierra.