En un marco de cambios frenéticos y fidelidades livianas, el culto a la cocina de cuna de Macedonio y Arantxa podría resultar una apuesta con fecha de caducidad, como en la tapa del yogur. Leixuri -que siempre estuvo allí- ha aprovechado los relámpagos amenazantes para reivindicarse.
Sorteando el peso de la solidez y afilando su cintura, desde hace pocas semanas han sacado el bacalao, el rodaballo y las alubias de Garitondo a pie de calle. Han hecho inventario de sus propiedades. Han cambiado de sitio los muebles. Han abierto su propio porche. Han sacado algunas mesas a la calle. Ahora a Leixuri te lo encuentras al paso como a ese vecino de toda la vida con el que jamás intercambiaste mucho más que un hastaluego.
Amamantados en el cuerno de la abundancia del campo y el mar vasco, resultan más contraculturales que nunca. Aunque tratan de acercar a un público nuevo a base de pintxos y cazuelitas, suspiramos porque perdure su salón noble, símbolo de emancipación para las generaciones empeñadas en envidiar a nuestros padres.
Incluso Leixuri se ha cansado de perdurar en el pasado y retozarse en la melancolía de los sitios que cerraron porque los amábamos tanto que habíamos dejado de ir. Se trata de honrar al futuro.