En su discurso de Nochebuena, cuando el rey Felipe VI pronunciaba un discurso almibarado, hecho de hermosas e inútiles palabras, me fijé en la fotografía que había a su espalda. En ella se veía a la princesa Leonor leyendo el artículo 1 de la Constitución. Era su primera intervención pública. Seguramente Leonor había ensayado muchas veces la lectura del texto siguiendo los consejos de su augusta y glacial madre. Lo hizo muy bien aunque el contenido, después de lo visto y vivido estos años, invitase a la hilaridad entre quienes la escuchábamos con atención.
Leonor tiene ahora 13 años, la misma edad con que accedió al trono su antepasada Isabel II, la reina de los tristes destinos. Las dos comparten una mirada triste y azul, si bien Leonor es más agraciada que Isabel II, que reinó apoyándose en espadones y buscando el consuelo espiritual de una camarilla de monjas y frailes. Conviene leer la excelente biografía de la valenciana Isabel Burdiel sobre aquella reina desgraciada y su corte de los milagros.
El triste destino de Isabel II fue el exilio. Cada cierto tiempo Ios españoles tenemos la saludable costumbre de enseñarle la puerta de salida a un Borbón. Sucedió con aquella reina y, décadas después, con Alfonso XIII. ¿Ocurrirá también con Leonor? ¿Reinará la actual princesa de Asturias? Es pronto para saberlo, pues la Historia es como una montaña rusa en la que todo lo que parecía ser sólido se deshace. El régimen nacido del pacto constitucional del 78 no es ajeno a este proceso de descomposición.
La abdicación del rey emérito y su sustitución por el hijo ha mejorado la imagen de la monarquía; pero el tiempo parece correr en contra de la institución porque la juventud robusta y engañada, a la que Felipe VI aduló sin necesidad en el discurso navideño, se muestra indiferente u hostil a la monarquía.
Un país sin apenas monárquicos
No lo tendrá fácil la princesita en un país sin apenas monárquicos. En mi vida he conocido pocos partidarios de la realeza, si acaso a Luis María Anson, mi tía Remedios, que se carteaba con un jefe de la Casa Real, Nicolás de Cotoner, y probablemente a alguno de los clientes que disfrutan, ante mis ojos, de un suculento rabo de toro en la taberna ‘Casa el Pisto’ en Córdoba, donde escribo y reflexiono sobre el futuro incierto de la institución monárquica, denostada por anacrónica e inútil en estos tiempos modernos, razón de más para apoyarla porque todo aquello que se escapa a las leyes de la eficiencia y del cálculo debe ser defendido con desmesura.