Tere Peris Sierra se ha pasado más de la mitad de la vida en la cocina, de una vida de, por ahora, 84 años. Ese ha sido su cuartel general, y utilizo este símil bastante desgastado y obsoleto, porque desde ahí ha ejercido su poder, que no es otro que el de alimentar. A todos. A sus hijas, a sus hijos, a su marido, a sus sobrinos, a las vecinas, a las amigas, a quien pase por su casa o viva cerca.
He visto a una vecina asomarse por la puerta de casa, a la hora de la comida, y preguntarle, “Tere, ¿qué tal estás?” y ella decirle, “Espera que te pongo un plato de cocido”, y la vecina, “No, mujer, si aún tengo lentejas que me diste ayer”. Y ella, “Pues te las comes mañana” y agarrar un plato y ponerle a la mujer una ración de cocido, con su parte de vuelco, y añadirle, también, cuatro croquetas de jamón en los bordes, que las hizo ayer, tenía unas puntas de jamón, que había ido apartando, y había preparado 80 o 100, con su bechamel.
Recuerdo aquella vez —tenía 19 años— que fui con cinco amigos a pasar las vacaciones de Semana Santa a su casa del pueblo y que el día anterior me llamó por teléfono y me dijo, “Sobrino, ¿cuándo vais a venir? Ya lo tengo todo preparado. He comprado un congelador, que a vuestra edad coméis mucho”. Y el congelador era un arcón de esos que, en las películas de Woody Allen, uno piensa que se puede esconder el cuerpo de alguien recién asesinado. Y el arcón estaba lleno de croquetas, de bacalao, de pimientos del piquillo, de callos, de caldos, de chuletones de Ávila, de salchichas, de botes con esto y botes con lo otro.
Porque la tía Tere nunca se ha conformado con preparar uno o dos platos. Se ha pasado la vida cocinando como si, en casa, tuviera que alimentar a un regimiento (otro símil obsoleto, pero ustedes ya me entienden). Así, cuando te sientas a la mesa y preguntas qué hay de comer, la respuesta solo es la punta del iceberg. Hay arroz, dice. Hay merluza rebozada, dice, con pimientos fritos. O hay calamares. Y luego la verdad es parecida a esta: hay arroz de marisco, calamares rebozados, pimientos del piquillo, croquetas de queso, huevos rellenos, ¿y no quieres un poco de jamón y queso? Anda, come. Pero…, tía. Ni tía ni tío, come, dice, mientras va a la despensa, saca la tabla para cortar, un cuchillo largo, una pieza de un kilo de queso y un paquete de jamón de quinientos gramos envasado al vacío. Come. Y se queda ante ti, mirándote fijamente, aguardando a que comas, a que no dejes de hacerlo durante toda la vida.
Y hasta aquí la primera parte de la película.
Ya les adelanto que en este artículo —en contra de lo acostumbrado— no habrá receta de ningún plato. Este artículo es una excusa para que aparezcan las mujeres que han alimentado y cuidado, para que nos acordemos de ellas, las mujeres que se han pasado la vida alimentándonos, en casa o en la fonda, de aquellas para quienes cocinar y alimentar eran palabras sinónimas, de las que entraban a la cocina a las ocho de la mañana y salían a las nueve de la noche, de las que no tuvieron nunca el reconocimiento de los críticos gastronómicos ni Estrellas Michelin, de aquellas a las que no se les daba a sus lentejas más valor que cumplir con el papel que se esperaba de ellas, de esas mujeres hacia las que uno se dirigía los sábados por la mañana en coche, sin importar tener que conducir dos horas —esto ocurría en otra época, claro— para llegar hasta el pueblo donde Cristo perdió el gorro (¿o fue la zapatilla?), con tal de comer el mejor potaje de tu vida, de esas mujeres que nunca salieron en televisión trinchando el cochinillo con un plato y luego lanzarlo al suelo.