Valencia Plaza

La nave de los locos

Los viejos amigos

Definitivamente agosto nos volvió a decepcionar. ¡Qué puede esperarse de un mes que nunca se mejora a sí mismo! Agosto, que recibe su nombre de Octavio Augusto, no tiene nada de imperial; al contrario, es el más zafio del calendario. 

Por suerte, una año más hemos sobrevivido a agosto, al mes del calor, del sudor, de los incendios, de los muertos por asta de toro en los encierros, de las tormentas, de los mosquitos asesinos, de las intoxicaciones alimentarias, de los atascos en carretera, de las huelgas en trenes y aeropuertos y de los odiosos cantantes latinos.

Agosto, para qué mentir, me produce arcadas.

Viejos y zorros como somos, hemos sorteado todas las trampas que nos tendió agosto. No nos fiamos de un mes que te ofrece, sibilinamente, el paraíso de unas vacaciones, pero te acostumbra a dar gato por liebre. Salimos escaldados de sus traiciones. Agosto es sinónimo de decepción y tedio, el agosto augusto y lento sobre el que escribió Gerardo Diego en su hermoso poema Revelación, que rescato del olvido, mal que les pese a ciertos profesores morados que aún no le perdonan que apoyase a Franquito. Ellos se lo pierden.

Pero lo peor de agosto no es lo que nos prometió y nos negó; lo peor es que nos ha traído septiembre con su rosario de falsos propósitos de enmienda, que olvidamos al cumplirse la primera quincena. En septiembre regresamos a las empresas y las instituciones que nos explotan; volvemos a hacer cola en el súper; no hay donde aparcar; los viernes no encontramos un restaurante para cenar y los trileros de la política vuelven con sus amasijos de mentiras y chistes sin gracia.

Salvar el prestigio de agosto

Pero estaría dispuesto a salvar el prestigio de agosto si me diesen una sola razón válida. Y hete aquí que la tengo; sin buscarlo he encontrado un argumento para que agosto no perezca como Sodoma y Gomorra, arrasadas por Dios, como es conocido, porque Abraham, el pobre Abraham, fue incapaz de dar con un puñado de justos en ambas ciudades. 

Si el agosto de 2019 se salva de mi condena es porque me he reencontrado con unos viejos amigos quince años después. Recuerdo ahora que Los viejos amigos es una espléndida novela del añorado Rafael Chirbes —en otro horrible agosto murió de un cáncer fulminante—, al que hay que ir cada año a su casa de Beniarbeig a dejar un ramo de flores en su recuerdo. Porque se trata, y no me cansaré de pregonarlo, de uno de los más grandes narradores españoles del inicio de este turbio siglo XXI.

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