He seguido durante esta última semana el lío que se ha formado en Cataluña por la ineficacia del servicio de trenes gestionado por Rodalies y he pensado en la Comunitat Valenciana. Me he preguntado, qué pasaría si en Barcelona tuviesen un tranvía tan deficitario como el nuestro. Ha coincidido, además, que durante los últimos días, todos los que hemos cogido el tren hemos presenciado una especie de yincana con deconstrucción incluida de una versión de El Juego del Calamar que amenazaba con matarnos de aburrimiento. Mirábamos todos el letrero cronometrado que avista el tiempo de tardanza del Tram, jugaba con nosotros, nos calmaba con la sensación virtual de que estaba a punto de llegar, sin embargo, en un alarde de sadismo, de pronto volvía otra vez a añadir unos minutos adicionales. Así estuvimos varias jornadas, esperando a un Godot que nunca llegaba, contemplando el tiempo mientras matabas ese mismo tiempo mirando de un lado a otro, cruzando la mirada con extraños y desplegando una sororidad espiritual que proyectaban en los ojos un "Yo sí te creo".
"Un país en el que la idea de fracaso frecuenta ciudades, ríos, calles, bares, librerías, iglesias, universidades, periódicos, ayuntamientos, cárceles, vertedero", escribe Manuel Vilas al hacer una retrospección de la sociedad española en su libro de viajes América. Cita, que al leerla, no he podido evitar acordarme de situaciones como la descrita al principio. Hemos asumido con una tibia resignación, que en nuestra región las cosas funcionan peor que en el resto de España, metabolizamos con vigilia penitencial que es normal que en Barcelona se arme la de Dios porque no funcionan bien los trenes y en cambio aquí lo único que hacemos es superar las frustraciones encontrando en los ojos ajenos la terapia de diván. Pagamos impuestos, al igual que nuestros vecinos catalanes, pero como somos de segunda tenemos que darnos con un canto en los dientes por lo que tenemos. Calmas tensas copan el ambiente, en realidad no hay tanta gente en las estaciones, lo que ocurre es que la presión atmosférica provocada por la frustración de ver como un sistema que nos prometió que todos íbamos a pisar la luna no ha sido capaz de dar el pequeño paso para el hombre de coger un tren puntual.
La fábula de los trenes es el mejor paradigma para comprender que España es un país de varias velocidades. El hecho en sí es injusto e indigno, sin embargo, lo que me preocupa es ese servilismo con el que actuamos. Si en Barcelona se han puesto en pata de guerra porque sus trenes se retrasan quince minutos, no entiendo por qué nosotros no somos capaces ni de lanzar una pataleta cuando llevamos media hora estacionando. No lo hemos superado, sólo hemos aprendido a vivir con ello. Si España se muere es precisamente por la normalización de una sociedad estamental que va subiendo de escalafón según la región en la que vive. Se preguntan muchos, ya en forma de eco reiterativo, que para qué sirve Compromís ante su inutilidad práctica. Creo que hasta los regionalistas valencianos han asumido la circunstancia servil que vivimos. Me río cuando algún cosmopolita madrileño se queja porque con Ayuso el Metro se retrasa tres minutos. Criatura, vente aquí y te convertirás en un experto en la lucha contra el aburrimiento.
Dirán que aburre este victimismo, un punto más en la lista de agravios comparativos entre las capitales y las provincias (a ojos de las grandes urbes las regiones son lo mismo que inhóspitos municipios, por eso cuando quieren decir Comunitat Valenciana casi siempre dicen Valencia). No tendría que criticarse el desahogo existencial de los agraviados, sino la normalización de que haya españoles que vivan mejor que otros. Ya sé que solo nos interesa la Constitución cuando nos conviene…