En menos de doscientos metros de distancia habitaban dos clásicas cervecerías. Dos públicos diferentes la frecuentaban. Dos barras con acento a gambas al ajillo. Los vecinos empadronados en el último tramo de la antigua Avenida José Antonio —actual Avenida del Reino de Valencia— tratábamos de comprender el porqué Peris y Valero nos separaba del bajo Ensanche.
Costó más de lo debido, con el debido respeto, integrarnos en las páginas amarillas de una avenida de cine tomada por un palmeral hasta que, por fin, las gárgolas establecieron el nido en un pont cap a la gloria que vestiría un poco más las persianas de una ciudad con vistas al mar.
La generación de mis viejos nos inculcó que la proximidad era una forma más adecuada, sincera y eficaz de entender una vida repleta de incertidumbres. Pura filosofía de los nacidos bajo el pan doble, el durito y la bravas.
Cervecería Baltasar e Ibiza fueron dos locales parapetados en un barrio con sabor a historia. Hasta el periférico Bar 600 se sumaría a la escena de un pequeño barrio, que no era barrio, donde los locales de alterne regentados por macabras de tres al cuarto y con la batería muy baja vigilaron la noche durante casi dos décadas.
Salir de la zona de confort fue un paso de gigantes. La ciudad estaba tomada por barras y bares de antaño que cuidaban las familias valencianas con productos de proximidad, con un “¡Buenos días!” o un “¿lo de siempre?” sin extravagancias, sin sobresaltos, sin olor a fritanga, sin bogavante, y con olor a tabaco de un Ducados negro. Pagando en efectivo todas las consumiciones.
Al salir del barrio descubrías locales con solera, el Congo, Zayan, Los Madriles, Cesáreo, Iruña, Bar Canadá, el Goya, Taberna Che, el Suizo, Los Caracoles, Baldo, Barcas 7, Los Toneles, Comidas Castillo, y un sinfín de sencillos tenedores que nos hicieron en cada barrio la vida más fácil.
Quedaba poco tiempo para que el franquiciado o la comunidad china relevaran el estatus de la pequeña y familiar hostelería valenciana. El pladur, el plástico y el autoservicio empezarían a ganar terreno a una cuchara y una baldosa sin relevo generacional en el horizonte.
Fue en la calle Zurradores, en Comidas Esma, que al pedir el huevo duro en la ensalada cobraban cien pesetas extras, resultando que comer en estos sitios fue un auténtico lujo como incluir el espárrago en las ensaladas especiales.