No solo el 'cojo Manteca' (Manteca Cabañes) hizo un uso indebido del mobiliario urbano que representaron las cabinas de teléfono durante las revueltas estudiantiles de 1987. El felipismo mitificó en exceso las hazañas del héroe callejero de las muletas e icono punk de finales de los ochenta.
En los noventa, las cabinas sirvieron a cientos de imberbes a la deriva que nos creímos superiores al resto por habernos desviado de la Formación Profesional. La titulitis fue un problema para dar señal e incluso para echar alguna cabezadita entre cartones, después de un dolor de cabeza propiciado por la ingestión de la sangría, las birras, y el licor de lagarto mezclado con el katovit. Inhalar cloretilo fue una chaladura mental de los chicos más duros de la calle.
De dominio público, las cabinas ejercieron de ‘satélite móvil’, bastaba con veinticinco pesetas —incluso para el humorista Miguel Gila—, en la época que calzabas unas deportivas Nike o Adidas. Las míticas zapatillas Paredes desplazadas de los armarios no encajaban en el linaje de algunos.
Los primeros celulares a mitad de los noventa fueron caros y solo estuvieron al alcance de los hombres de negocios. Pasaron los años y acabarían por popularizarse, incluso en la España actual se ha llegado a matar o pegar una paliza por acceder a la fuerza a uno de ellos. Insólito.
A uno no se le olvida el estreno, reparto y distribución de las páginas amarillas, azules o de color salmón en los portales de casa de la agenda de teléfonos más grande que hemos conocido y tenido acceso los valencianos.
Tiempos en que el oficio de conserje era jubilado y sustituido por un videoportero, que ahorraría a las comunidades de vecinos un dinero en el reparto de gastos extraordinarios del recibo trimestral de la comunidad. Eso sí, las tareas acabarían por multiplicarse.
Las quedadas entre colegas, con un flamante José Ángel Mañas por su éxito editorial Historias del Kronen o Mensaka, obtuvieron el visto bueno o beneplácito de bares, recreativos, billares o discotecas. A la generación de Mañas se sumaron Ray Loriga, Juan Manuel de Prada y la ‘valenciana’ Lucía Etxebarria, que cursaría los estudios en el Colegio Nuestra Señora de Loreto.
La industria del cine norteamericano había mellado en la televisión analógica que despegaba en los asientos traseros de un jet privado, versión extendida de los videos VHS, que acabaron por rebobinar a un Beta en modo off. El estilo de vida americano coqueteaba con la versión más chic de los jóvenes del Ensanche, y de refilón con los chavales de los barrios periféricos de la ciudad. El detective Axel Foley tuvo parte de culpa. Hay que regresar al futuro para entenderlo todo.