MADRID. Camino por la Gran Vía. Empieza a ser de noche. Quiero llegar a Sol pero una masa de gente va en contra dirección. Les esquivo como puedo. Me asfixio. Las tiendas están abiertas. Bueno, parece que no todas. Asoma el cartel de una gran superficie y observo a través de sus cristaleras el movimiento de los compradores. ¿Qué día de la semana es? No alcanzo a recordarlo. Lunes, martes, miércoles, jueves, quizá viernes, tal vez sábado. Pero no, es domingo.
Es curioso el contraste. Mientras las grandes cadenas permanecen abiertas, una retahíla de pequeños comercios tienen la persiana bajada. La ley del más fuerte se ha impuesto por delante. "¿Quizás el más competitivo?", preguntarían los más liberales. Es tentador pensar que, cuantas más horas se pueda llevar a cabo una actividad, más puestos de trabajos podrán generarse, pero mi razón se decanta por la respuesta de que la solución será que un empleado soporte más horas.
Entro en una tienda de ropa. Se me hace raro. Lo normal es que un domingo cualquiera estuviera manteniendo alguna charla con algún amigo o tirada en la cama pasando la tarde junto a algún interesante libro. Y sigo dán
dole vueltas. ¿Son buenos los límites? O por el contrario, como diría Erich Fromm, ¿tenemos miedo a la libertad?
¿Libertad de qué? ¿De trabajar más, de consumir más? Pero quizás, este pensamiento está entrando en conflicto con otra libertad, la de reservar un día para uno mismo, sin pesares. ¿Se sentirán culpables los propietarios del llamado pequeño comercio por no dedicarle una horas más al actualmente codiciado trabajo? ¿Estamos destinados a que nuestra mente siga el comportamiento consumista y de acumulación de propiedades?
Quiero creer que toda libertad es buena. Pero no sé si llamar a la liberalización de horarios libertad o esclavitud. Cuando paso por la mañana por una tienda de alimentación, miro a la puerta, y reconozco a las mismas personas por la tarde y en la madrugada. Y pienso, ¿de verdad es necesario? Quizás son felices haciendo lo que hacen, pero no acabo de saber cómo encajar el sentimiento.
Pero a su vez, ahora existe la posibilidad de consumir a cualquier momento del día. ¿De verdad alguien debe tener la potestad para prohibirlo? Yo solo observo que el pez grande se come al pequeño, porque es evidente que éste no puede contratar a un trabajador que mantenga abierto el negocio durante más horas, y también es conocido que la falta de sueño prolongada lleva a la locura. ¿Y qué es lo correcto? Pues no lo sé. Desde el egoísmo, lo único que quiero es que vuelva mi domingo.