VALENCIA. De pronto me vi en un ascensor multitudinario, todos con traje y con frío y mirando nerviosamente hacia la puerta. Calabuig me dio una palmadita en la espalda, con cariño, y me giré con una sonrisa nada más, porque me pareció poco elegante preguntar en ese cubículo iluminado si vendría la consellera de Educación al acto. Tres pisos son eternos.
Me habían llamado por la mañana para invitarme al debate de rectores de nuestras cinco universidades públicas que organiza anualmente la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Valenciano, por supuesto. El debate giraría en torno al futuro del modelo universitario público español, así todo seguido, y acepté de inmediato.
"Futuro" + "modelo universitario público" + "español". Los tres conceptos tienen que casar con Wert, pensé. Pero tampoco me pareció elegante decirlo en el ascensor, y menos mientras subíamos lentamente por las entrañas del Centro Cultural Bancaja, como si el edificio nos estuviera digiriendo inconscientemente, pero a la inversa. En cierto modo Bancaja (o Bankia) simboliza la indigestión financiera valenciana. O el corte que sobreviene con el agua fría recorriendo la desnudez de la espalda. Ascendíamos en un silencio mortuorio.
Cuando llegamos al tercer piso, el público se apresuraba a entrar a la sala. Nosotros permanecimos a las puertas hablando poca cosa. "Siempre son hombres", me dijo en voz baja una amiga al ver pasar a los invitados. Profesores, investigadores, empresarios, políticos... "¿Qué te voy a decir yo?", contesté.
Pasamos cuando parecía que iba a dar comienzo. Las butacas de sky azul y la moqueta oscura imprimían una sensación de calidez y comodidad, como de vientre. Los rectores subieron a la tribuna. La consellera entró delicadamente por una puerta lateral. Saludos. Miradas. Guiños. Sonrisas.
Durante más de dos horas, Esteban Morcillo (UV), Juan Julià (UPV), Manuel Palomar (UA), Vicent Climent (UJI) y Jesús Pastor (UMH) departieron con elegancia (y con firmeza) sobre la diversificación en
planes de estudio en cada institución; sobre la posibilidad de interacción entre universidad y empresa, pero muy en concreto, no como posibilidad; sobre la menguante financiación pública de los centros, a través de la ínfima inversión estatal derivada de los Presupuestos Generales del Estado; sobre la solvencia en los rankings internacionales de nuestras universidades a pesar de los recortes (España representa el 3% del volumen de investigación en todo el mundo a día de hoy, algo nada desdeñable); sobre la necesidad de transferencia de conocimiento. Y un etcétera de dos horas.
"Tenemos investigadores de referencia, premios Jaime I de prestigio internacional", dijo Climent. "Tenemos Campus de Excelencia y programas aplicados en empresas, ayuntamientos, tres mil Erasmus...", dijeron Morcillo y Julià. "La investigación no es algo directo, es un trabajo cuyo fruto se recoge a lo largo de los años; lo que hoy destrocemos lo pagaremos en el futuro", dijo Palomar. "Necesitamos mejorar nuestro rendimiento tecnológico y combinarlo con una enseñanza moderna pero que no desprecie la tradición y lo tradicional", dijo Pastor.
Los esfuerzos de los rectores por explicar la complejidad universitaria contrastaba con la exigencia de los empresarios y con la retórica lastimosa de los políticos (los politicos que mandan, naturalmente). Y en las caras se observaba el cansancio de las nueve de la noche y la tristeza de un tiempo poco propicio para el optimismo universitario. Qué hacer con las Humanidades, preguntó una de las asistentes. En un tiempo de incertidumbres planear el futuro es un acto en vano.
Debo reconocerlo, lo que más me dolió (y lo que más nos dolió a todos) fue un comentario sencillo: "La operación ha sido un éxito, pero el paciente se ha muerto. ¡Qué poco está ayudando la universidad a salir de la crisis!". Y llovieron las respuestas, los datos, las acusaciones.
El debate se cerró apresuradamente, y yo salí corriendo casi sin despedirme escaleras abajo, porque debía volver a la facultad a recoger mis cosas antes de que cerraran. Qué poco ayuda la universidad, pensé mientras me alejaba de Bancaja, o de Bankia, el mayor agujero financiero de este país. Qué poco ayuda la universidad, mientras leía en twitter que habían detenido a Gerardo Díaz Ferrán, expresidente de la CEOE. Qué poco ayuda la universidad, mientras seguíamos sin conseller de Hacienda tras dimitir días atrás José Manuel Vela, por supuestas filtraciones de una supuesta trama de corrupción en cooperación con otro exconseller. Muy supuesto todo.
Vicent, el bedel de mi facultad, me señaló el reloj al verme entrar corriendo en el edificio. "No es nada, subo y bajo, que me he dejado el ordenador". Y al salir de nuevo, le prometí que antes de Navidad le devolvería alguna de las meriendas que me sube al despacho clandestinamente. Con su sueldo. Y yo con el mío, de becario. Pero la universidad es eso. Somos Vicent y yo cerrando la facultad con un abrazo a las diez de la noche.