Cada semana aparece algún titular sobre el futuro del trabajo: que si la inteligencia artificial va a cambiarnos las jornadas, que si en algunos países se experimenta ya con semanas de cuatro días, que si las nuevas generaciones priorizan la salud mental y la flexibilidad por encima del sueldo. Hace poco, Bill Gates volvía a decir públicamente que la IA podría llevarnos a trabajar solo dos o tres días a la semana en la próxima década, algo que hace unos años habría sonado a ciencia ficción y que hoy se debate en prime time. Algunos meses atrás leíamos que Alemania ponía a prueba la semana laboral de cuatro días con el modelo 100–80–100 y que el 73% de las empresas participantes ya no querían volver a los cinco días, o que el Principado de Asturias anunciaba el mayor ensayo piloto en España para estudiar la viabilidad de la semana laboral de cuatro días en empresas privadas, con participación voluntaria y acompañamiento de patronales y sindicatos.
Leo esas noticias como profesional de Recursos Humanos y también como persona que lleva muchos años trabajando en empresas muy distintas y confieso que, lejos de asustarme, me generan una pregunta que últimamente me acompaña mucho: cómo aprovechamos todo esto para hacer mejores empresas por dentro, sin perder de vista quiénes somos, a qué nos dedicamos y qué tipo de realidad gestionamos cada día.
Cuando una dirige RRHH en una organización grande, con actividad muy pegada a la calle, a los contratos públicos, a los servicios que se ven y se tocan en la ciudad, la realidad es muy concreta: turnos, licitaciones, equipos que entran y salen de madrugada, contratas que empiezan de cero con personal nuevo, mandos que tienen que cuadrar personas y camiones, jardinería y oficinas, tecnología y trabajo muy físico. Es un ecosistema complejo, pero también lleno de oportunidades para hacer las cosas de otra manera y conseguir que toda esa maquinaria funcione sin olvidar que está hecha de personas.
Y aprender pasa por aceptar que el mundo del trabajo está cambiando y que ese cambio no tiene por qué ser una amenaza"
Por eso, cuando leo que en España el teletrabajo se ha estabilizado y que alrededor del 37% de las empresas de más de diez empleados lo permiten, con diferencias importantes según el tamaño y el sector, me pregunto cómo se aterriza esa cifra en territorios concretos como el nuestro. En la Región de Murcia los últimos datos hablan de algo menos de un 10% de personas que teletrabajan de forma habitual, por debajo de la media nacional. No lo cuento como una queja, sino como un recordatorio de que el debate sobre el trabajo a distancia no se puede copiar y pegar: no es lo mismo una empresa tecnológica que una compañía que recoge residuos, limpia calles o mantiene zonas verdes. La clave, al menos para mí, está en preguntarnos qué margen real tenemos en cada actividad y cómo combinar lo presencial y lo remoto, lo operativo y lo administrativo, de una forma que tenga sentido para todos.
Algo parecido me ocurre con el derecho a la desconexión digital. Desde 2018 está reconocido en la legislación española y en los últimos meses hemos visto cómo los tribunales y la inspección empiezan a ser cada vez más claros: no basta con mencionarlo en un protocolo, hay que aplicarlo de verdad y las empresas que no lo hagan pueden enfrentarse a sanciones importantes. Cuando leo estas resoluciones, no las interpreto como un tirón de orejas al mundo empresarial, sino como un aviso de que el tiempo de la ambigüedad se está acabando. A quienes estamos en RRHH nos toca traducir esta obligación legal en hábitos muy concretos: cómo usamos el correo, qué esperamos de un mando fuera de horario, qué ejemplo damos desde la propia dirección.
No quiero escribir desde la queja ni desde la nostalgia de lo que fue. He trabajado en entornos muy distintos y, si algo tengo claro, es que las empresas que sobreviven no son las perfectas, son las que aprenden. Y aprender, en este momento concreto, pasa por aceptar que el mundo del trabajo está cambiando y que ese cambio no tiene por qué ser una amenaza. Para una empresa como la nuestra, con una plantilla tan numerosa y tan diversa, es una oportunidad enorme para ordenar mejor, para escuchar más y para explicar con claridad qué podemos ofrecer y qué no, sin promesas vacías, pero también sin complejos.
En mi día a día veo cosas que me hacen ser optimista. Veo gente que lleva años en la casa y sigue viniendo con orgullo, con sentido de pertenencia y con ganas de que su empresa avance. Veo jóvenes que eligen entrar aquí porque buscan estabilidad, pero también porque perciben que hay un proyecto serio detrás. Veo mandos que empiezan a entender que liderar no es solo repartir trabajo, sino también dar contexto, reconocer, poner límites sanos, saber decir que no a lo imposible y priorizar lo importante. Veo, incluso, conversaciones que hace unos años eran impensables sobre temas como el descanso, la desconexión, la formación o la igualdad de oportunidades, que ya no se quedan únicamente en el papel, sino que empiezan a colarse en reuniones, en decisiones y en pequeños gestos del día a día.
Las empresas que se atrevan a mirarse con honestidad y a ajustar su forma de trabajar a este nuevo contexto serán más fuertes, no más frágiles"
Por supuesto, nos queda camino. Siempre lo habrá. Gestionar miles de personas en sectores tan distintos nunca será sencillo y siempre habrá tensiones entre lo que nos gustaría hacer y lo que los márgenes o la realidad operativa permiten. Pero creo que la diferencia está en la actitud con la que nos acercamos a esa tensión. Podemos mirar a otro lado y seguir haciendo las cosas por inercia o podemos asumir que este momento histórico nos invita a revisar, a ajustar, a comunicar mejor y a poner a la persona en el centro de una forma menos decorativa y más real. Y aquí es donde las grandes conversaciones globales sobre IA, jornadas más cortas o nuevas formas de trabajar dejan de ser una curiosidad y se convierten en contexto: no se trata de copiar modelos, sino de entender que la cultura laboral está cambiando y que las personas también leen esas noticias, también comparan y también se hacen preguntas.
En mi caso, intento hacerlo desde un lugar muy simple: mirar nombres y no solo números. Detrás de cada alta y cada baja hay historias. Hay quien está sacando adelante una familia, quien vuelve a trabajar después de un parón, quien se jubila y cierra una etapa entera de vida, quien entra con una mezcla de miedo y entusiasmo el primer día. Ese contacto continuo con la realidad humana de la empresa es lo que me ayuda a filtrar el ruido de los grandes titulares y a traducirlo en algo práctico: cómo podemos cuidar mejor sin dejar de ser exigentes, cómo podemos modernizarnos sin perder nuestra esencia, cómo podemos pedir compromiso sin pedir sacrificios que ya no tienen sentido.
No tengo todas las respuestas ni creo que exista una receta única. Lo que sí tengo es una convicción: las empresas que se atrevan a mirarse con honestidad y a ajustar su forma de trabajar a este nuevo contexto serán más fuertes, no más frágiles. Ganarán en reputación, en capacidad para atraer talento, en estabilidad interna y también en orgullo de pertenencia. Y eso, en un entorno tan competitivo como el actual, es tan importante como cualquier índice económico.
Escribo estas líneas para situarme yo también en el lugar que quiero ocupar como profesional en esta transición. Me siento afortunada de poder vivir este momento desde dentro, en una empresa grande, familiar, en transformación, con muchas cosas por hacer y con muchas otras que ya se han hecho muy bien. Y me gusta pensar que, si hacemos bien nuestro trabajo desde Recursos Humanos, dentro de unos años, cuando se vuelva a hablar del futuro del trabajo o de la semana de cuatro días, no lo veremos como algo ajeno, sino como algo que hemos ido construyendo día a día, contrato a contrato, decisión a decisión, adaptando esas grandes tendencias a nuestra realidad concreta.
Al final, detrás de todas las noticias, de todas las reformas y de todas las palabras de moda, el reto se resume en algo muy sencillo: que las personas que trabajan con nosotros sientan que están en un lugar donde se las respeta, se las escucha y se les pide mucho, sí, pero no a costa de quemarlas. Ese equilibrio no se alcanza de un día para otro, pero merece la pena intentarlo. Y quizá, cuando dentro de unos años se confirme o no esa famosa predicción de que trabajaremos solo dos o tres días por semana, podamos decir que, más allá de la cifra, hemos aprovechado este tiempo para construir empresas más humanas, más responsables y más conscientes del impacto que tienen en la vida de la gente.
Elena Gil Ortega
Directora de RRHH en Grupo Hozono Global
Cátedra de la Mujer Empresaria y Directiva