El Gobierno de Pedro Sánchez siempre ha sido precario. Sánchez lleva más de siete años en la presidencia, ininterrumpidamente. Pero nunca ha logrado un resultado que refrende que una mayoría clara de la población está detrás de su proyecto. Su mayoría parlamentaria derivaba de lo que aquí denominamos "las matemáticas de la Antiespaña". La Antiespaña se basaba sobre todo en dos premisas: el voto de la derecha estaba dividido (inicialmente en dos partidos, PP y Ciudadanos, y después en tres, al unirse Vox), por una parte. Y la derecha española generaba tanta aversión que Sánchez reunía en torno a sí, sin demasiadas dificultades, los votos tanto de la izquierda en bloque como de las derechas periféricas.
En abril de 2019, Sánchez obtuvo su mejor resultado, desde todos los puntos de vista: 123 diputados y una enorme distancia frente al PP, al que casi dobló en escaños. La derecha se dividió en tres y Podemos se desgastó. Realmente, en votos hubo un empate entre bloques, pero dicha división del voto en tres, además de la victoria del PSOE, marcaron distancias en escaños. Sánchez podía pactar fácilmente tanto con Podemos como con Ciudadanos (aunque el líder de este partido, Albert Rivera, que ambicionaba liderar la derecha española, no quería, de ninguna manera, pactar con Sánchez). Ahí, Pedro Sánchez alcanzó su cénit. Y cometió su principal error. Jugueteó con sus mayorías virtuales e intentó, como en 2016, que Podemos le votase gratis la investidura. Se pasó meses mareando la perdiz, no alcanzó ningún pacto con nadie, y forzó una repetición electoral.

- Pedro Sánchez tras las elecciones de 2019. -
- Foto: EDUARDO PARRA/EP
Como resultado, Sánchez debilitó las dos premisas en las que se basaba su hegemonía: la derecha pasó de tener tres referentes a dos, merced al descenso de Ciudadanos (de 57 escaños a 10, preludio de su desaparición); y la izquierda debilitó sus posiciones, pues tanto PSOE como Unidas Podemos descendieron en votos y escaños. El Gobierno, que siempre fue débil, lo fue más y más desde esa repetición electoral. Cuatro años después, en las elecciones de 2023, milagrosamente Sánchez logró salvar los muebles, porque el PP y Vox no sumaron mayoría por muy poco. La explotación al máximo de las matemáticas de la Antiespaña, que supuso incorporar a JuntsxCat al voto de investidura, le permitió mantener el poder al PSOE, ahora con Sumar al lado. Pero esta era una coalición no sólo negativa, sino incompatible en términos legislativos, por su agenda e intereses. Es muy difícil, si no imposible, aprobar leyes con esos apoyos parlamentarios, no digamos presupuestos. Es un gobierno inerme, que vive con respiración asistida, cuya razón de ser también es negativa: gobernamos para que no gobiernen ellos. Lo que hagamos es lo de menos; lo importante es que ellos no puedan hacer nada en La Moncloa.
En el camino, las matemáticas parlamentarias han dado un doble vuelco muy importante: ahora es la izquierda la que está dividida en tres (PSOE, Sumar y Podemos), mientras la derecha concentra su voto en dos (PP y Vox), por mucho que algunos estrategas demoscópicos socialistas se ilusionen con Alvise Pérez y Se Acabó La Fiesta. Y además, ahora la derecha maximiza mucho mejor sus votos para obtener escaños, porque una de sus dos opciones, el PP, es el primer partido, y la otra, Vox, supera el 15% de los votos, umbral a partir del cual la traslación de votos a escaños penaliza mucho menos. En cambio, las dos opciones a la izquierda del PSOE, Sumar y Podemos, en la mejor tradición cainita de la izquierda española, disfrutan encogiendo a golpes y disputas que a nadie le importan y detrás de las cuales se dirime quién conseguirá la supremacía en la irrelevancia de su futuro espacio político. Con Sumar y Podemos por debajo del 10% (y probablemente del 5%), muchos de sus votos irán, en términos de conversión en escaños, a la basura.

- Pedro Sánchez tras las elecciones de 2023. -
- Foto: CARLOS LUJÁN/EP
A esto hay que unir el cansancio de los socios nacionalistas del Gobierno, cuyo apoyo no les renta electoralmente. Por supuesto, la cosa no va a llegar a que nadie apoye una moción de censura del PP, porque eso tendría un coste electoral evidente para quien lo haga. Pero sí que llega a lo que ya está pasando: a un manifiesto hastío con el Gobierno, su inoperancia y sus estratagemas, que lleva a no apoyarlas y a asestarle continuos revolcones parlamentarios.
Así, tenemos por delante lo que ya estamos viendo. Una dilatada agonía en el tiempo, que se prolongará más mientras siga estando claro que la mayoría PP-Vox sumará mayoría absoluta, se convoquen cuando se convoquen las elecciones. Algo que ahora mismo, excepción hecha del CIS y su deriva propagandística con Félix Tezanos, acreditan todas las encuestas. Estas encuestas comienzan a dar mayorías de esos dos partidos que superan los 200 escaños y un 50% de los votos. Cifras que la derecha nunca ha alcanzado, ni por asomo, y que la izquierda sólo logró en 1982 (202 escaños y un 48% de los votos del PSOE, a lo que podría sumarse el 4% de votos que obtuvo el PCE).

- El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo (i) conversa con el presidente de VOX, Santiago Abascal. -
- Foto: JESÚS HELLÍN/EP
Es muy posible que las encuestas exageren, que muchos voten al final estratégicamente, que el único argumento que le queda al Gobierno (¡que vienen los otros!) surta su efecto... Pero no tanto. No lo suficiente para cambiar la tendencia de fondo, o refrenarla como en 2023. Son demasiados factores los que han empeorado. El Gobierno no tiene nada nuevo que ofrecer, pero tampoco quiere convocar elecciones (como sin duda la situación exigiría en un país democrático mínimamente robusto), porque indudablemente perdería el poder. Así que aquí estamos, en una inercia cada vez más inane y polarizada al mismo tiempo. Y lo que queda por delante aún. Poco menos de dos años que van a hacerse muy largos.