Dice un proverbio azerí que las almas hermanas tienden a juntarse. Y debe ser así cuando en cuestión de dos semanas se han juntado Armani y Robert Redford en algún lugar que previamente han acordado. Se han juntado -dicen muchos- por ser guapos. El segundo por motivos evidentes, el primero porque una amiga que es modelo dice que lo conoció en persona y que era así. Se han juntado también por carismáticos. Giorgio tuvo muchos rostros conocidos en su marca, pero la mejor imagen para Armani fue él mismo. Redford no sólo llenaba la pantalla, sino que robaba cualquier plano a sus colegas de profesión -y aquí incluyo a Cary Grant que robaba planos con descaro y que nunca coincidió con él en la pantalla. Se han juntado además por su estilo, su carácter, por hacer de su figura un icono, por mostrarse sin dobleces. Pero si hay algo que les convierte en dos figuras irrepetibles es su forma de mirar la realidad y de dar forma a lo que ven. Nadie entendería el mundo en que vivimos sin el uno y sin el otro.
Hoy he imaginado -por ejemplo- un pasado sin Armani, sin la moda convertida en gran empresa, sin modelos transformados en actores, sin estrellas que han mutado en modelos, sin los títulos de crédito en el cine -el adiós al tiempo de los Gibbons y Edith Head-, sin la unión casa-diseño, sin el nexo diseño-moda, ni tampoco moda-casa. He intentado imaginar un mundo de minimalismo únicamente plástico, el de Donald Judd, Sol Lewitt o Dan Flavin, sin el sello minimal para interiores inspirados en Japón, sin creadores japoneses que aterrizan en París, sin Tadao Ando como superestrella o John Pawson reconocido más allá del territorio Union Jack. He intentado imaginar un Occidente zen sin su jardín en pleno centro de Lisboa, en los alrededores de Central Park, sin los haikus ni las revisiones de la poesía Edo, sin amor por el paisaje, por el mar y por la naturaleza, sin el brutalismo convertido en nueva tendencia -de las líneas simples y ligeras a las más rotundas, contundentes y ecuménicas.
Hoy he imaginado también un mundo sin Robert Redford. He imaginado a un actor desconocido interpretando a Sundance Kid y no fundando un instituto con su nombre, a un Jim Jarmusch incapaz de conseguir financiación para rodar historias, a unos Coen que asumían la ortodoxia en los despachos y a la fuerza. He imaginado a un Martin Scorsese que ganaba el Oscar por Toro Salvaje. Eso me ha gustado. Pero he imaginado también a un Tarantino que luchaba por hacer un hueco a sus Reservoir Dogs en las pantallas, y a los no-hermanos Paul Thomas y Wes empecinados en construir una ficción que se les niega. Y eso, he de decir, no me gusta. No me gusta imaginar que no existe ninguna productora independiente, ni un festival de cine en las montañas, ni un tipo que siempre llevó unas mismas gafas de sol.
Giò será para la mayoría aquel señor que hacía perfumes. Bob será el que le lavaba el pelo a Meryl Streep mientras sonaba John Barry de fondo. Sin embargo, su legado es mucho más que un simple aroma o una imagen. Su importancia es su capacidad para reformular la sociedad. Lo que es lo mismo, su liderazgo. Es decir, su condición de irrepetibles.
Hoy he imaginado un mundo sin los dos y no me gusta. Hoy somos más limpios y mejores que antes de que Bob y Giò existieran. Hoy somos también más necios y menos elegantes que ayer. ¿Cuántos más se nos irán según el dicho que circula por Bakú?