"¡Pobre del país que necesita héroes!". Bertolt Brecht, Vida de Galileo.
Denunciar y desacreditar la corrupción nunca es fácil. Menos aun cuando esta se ha urdido, a lo largo de los años, en las altas esferas del poder. Es el mal que nos acecha al otro lado de la calle. Solo tenemos que prestar atención para comprobar que el poderoso, cuando se le intenta hace ver que habita entre las sombras que cobijan la falsedad, prefiere rechazar la verdad antes que desvelar sus miserias, o las de su partido. Diría más, ese hombre "pequeño", que se siente cercado y desnudo, no dudará en utilizar la única arma de la que dispone: el dudoso arte de la maledicencia y de la calumnia. Desprestigiar a quien ha aireado su podredumbre se convierte en su tarea primordial. Es su forma de conservar su buen nombre y su rentable poltrona. Es su manera de acabar con el crédito de quien cuestiona su notoriedad. Es su forma de permanecer en lo que más ansía: en el benéfico poder. Por mantenerse en el poder hará cuanto sea necesario. Utilizará todos los resortes a su alcance para calumniar, desprestigiar y humillar a quien se ha atrevido a denunciar una corrupción que no puede ser ni admitida ni asumida por la sociedad, aunque esta, por desgracia, suele permanecer silente o escéptica. A partir de ese instante, la consigna no será la de silenciar la díscola voz del discrepante. Acallar o encubrir el posible delito no es suficiente. Hay que desacreditar a la fuente, por perversa y falsaria. Las consignas corren entre los periodistas y tertulianos afines a la causa –legión–. Estos no dudarán en velar por los intereses del Boss de turno. Saben que las ganancias a obtener son cuantiosas. Programas en prime time. Sueldos astronómicos. Reconocimientos públicos. Cuantiosas subvenciones. Primicias. Y un sinfín de bagatelas. ¿Y qué queda del noble oficio del periodismo? De ese oficio que busca indagar la noticia y denunciar toda corruptela sin importar el partido, la persona o el estamento institucional. Lejano permanece el recuerdo de dos jóvenes periodistas americanos, que fueron capaces, contra viento y marea, de denunciar al presidente más poderoso del mundo. Ellos obtuvieron su recompensa: el reconocimiento internacional. Nixon, su justa sanción: la pérdida de la Casa Blanca. Ellos dignificaron su oficio. Nixon deshonró el suyo. Hoy los vemos con admiración y respeto, pero también con profunda nostalgia. No son una excepción. También en España hemos tenido y tenemos a nuestros Bob Woodward y Carl Bernstein. Lo triste es que no han recibido el reconocimiento que se merecen. ¿Para cuándo una película sobre esos héroes del micrófono o del papel y de la pluma?
Me pregunto: ¿Podemos afirmar que sobre la política española sobrevuela, de día y de noche, el oscuro manto de la corrupción? ¿Podemos sostener que el ejecutivo ha invadido todas y cada una de las esferas del poder, desde el judicial hasta el mediático? ¿Podemos sustentar que es inadmisible que estén investigados desde el fiscal general hasta la mujer del presidente, pasando por ese hermanísimo que desconocía dónde se hallaba su puesto de trabajo? ¿Podemos censurar que, desde Santos Cerdán hasta Ábalos, pasando por el entrañable Tito Berni estén o en prisión o con causas judiciales? ¿Podemos indignarnos con un presidente que llegó a la presidencia tras una moción de censura contra el anterior gobierno, en la que prometía acabar con la corrupción? El ponente no fue otro que José Luis Ábalos. Hemos pasado del "Usted debía haber dimitido y asumido la responsabilidad en primera persona y haber abandonado la presidencia del Gobierno" –tenía toda la razón–, a "La verdad es que he echado de menos muchas veces trabajar contigo. Siempre he valorado mucho tu criterio político. También tu amistad. En fin. Te mando un abrazo", un abrazo que extendía el "veraz" Sánchez al "feminista" de Ábalos –así se define el amante de Teruel–. Como vemos, lo que menos importa es la verdad, porque, en esta feria de vanidades, la mentira, por sorprendente que parezca, se paga a mejor precio que la verdad, a la que se ha prostituido hasta la saciedad.
El mapa de la corrupción suma y sigue. Pero no me extenderé más. No es necesario. Lo que sí es relevante es la necesidad de denunciar a un gobierno –en su día, el anterior– al que le encanta la prohibición y la censura. Del "Prohibido prohibir", bandera de la izquierda durante el mayo del 68, se ha pasado al prohibir por Real Decreto. Un ejemplo paradigmático, a la vez que sangrante, es el que hace referencia a una reforma del Reglamento del Congreso, impulsada por el PSOE y sus patrióticos socios parlamentarios. En ella se contempla sanciones para periodistas que cubren la información de la Cámara. ¿Qué sutil excusa han esgrimido? Una tan simple como torticera: hay periodistas que preguntan sin que los jefes de prensa le den un turno de palabra en las ruedas de prensa, a la vez que abordan a los políticos en los pasillos de la Cámara. Como verán, se trata de un delito de Lesa Majestad, cuando no de profundo y resentido odio a los políticos, esos a los que el ínclito Pablo Iglesias llamaba casta. Se ve que no han ido a un plató de televisión o alguna tertulia radiofónica. No cabe mayor inmoralidad.
Nos volvemos a preguntar: ¿Dónde queda la sacrosanta libertad de expresión? ¿Se puede sancionar a un periodista por interrumpir o, si me apuran, por ser algo irreverente? ¿No lo son sus señorías en el Congreso y en el Senado? ¿No lo son periodistas como Silvia Intxaurrondo, Xabier Fortes o Javier Ruiz con los diputados de la derecha –y solo con ellos–? ¿Qué hacemos con esa TVE que se dedica a ultrajar, o difamar, al juez Peinado, al que no dudan en llamarle prevaricador? ¿La cerramos? Su linchamiento nos retrotrae al que sufrió el juez instructor del caso Filesa, Marino Barbero. Su delito: investigar las finanzas opacas del todopoderoso PSOE. Así actúan los guardianes del Sanchismo. Este hecho ha motivado que el ministro de justicia, sí, de justicia, afirme que Begoña Gómez sufre una persecución "cruel", "terrible", "inhumana". Por un momento pensé que se estaba refiriendo a los más de doscientos cristianos asesinados, y quemados vivos, en Senegal, pero, una vez más, mi ignorancia, no exenta de cierta inocencia, me jugó una mala pasada. Para estos, ni flotilla ni mención alguna. Son cristianos. Fin del tema.
Como vemos, en esta España nuestra se puede llevar al banquillo, e incluso a la cárcel, a Urdangarin, a Mario Conde o al mismísimo sursuncorda. Pero si se ataca a uno de los nuestros, el supuesto agresor es un hijo bastardo del fascismo. Y con llamar fascista a todo hijo de vecino que no piense con el puño en alto, todo arreglado. Nada nuevo bajo el sol.
Bertolt Brecht hace decir a Galileo Galilei que "la victoria de la Razón sólo puede ser la victoria de los que razonan". Una hermosa frase, pero que no siempre tiene vigencia real. La vida nos enseña que la verdad necesita de cauces propicios y de espacios abiertos para desenredar la amplia madeja con la que se teje y desteje la corrupción. Necesita unos medios que no se sientan amordazados para investigar la verdad. Medios que no teman perder una suculenta subvención gubernamental. No puede ser de otra forma, porque si no se descubren los hechos, no hay posible condena. Y sin condena, la corrupción seguirá expandiéndose, con su áspero veneno, sobre todos los recovecos de la sociedad.
Denunciar la corrupción es un deber social, pero también personal. En ella solo se alberga el soborno, la traición, el escarnio y la persecución de quien denuncia. La tarea no es sencilla, porque quien la desvela sabe que en breve dejará de ser un honrado ciudadano para convertirse en un réprobo, en un ser al que se le puede vejar con cierta impunidad. Nada que la historia no haya enseñado. Nada que nosotros no podamos padecer. Sí, por dramático que parezca, ese nuevo hereje podrías ser tú, mi querido lector, pero también yo.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano