VALENCIA. Tras la crisis del petróleo de 1973, el paradigma de gestión empresarial fordista, que había liderado el largo proceso de la expansión económica de los países occidentales durante las décadas que siguieron a la finalización de la segunda Guerra Mundial, inició su fase de decadencia. Los avances tecnológicos, de un lado, y el aumento en los niveles de renta en la población de dichos países, por otro, habían alcanzado ya el nivel suficiente como para que los consumidores se mostraran mucho más exigentes a la hora de concretar en el mercado su demanda de bienes y servicios, forzando a las empresas a redefinir buena parte de sus estrategias competitivas.
Ya no bastaba con el acceso a un abanico de bienes que, si bien cubrían las necesidades más básicas de la unidad familiar (automóviles, electrodomésticos...), lo hacían de manera estandarizada y con muy escaso margen para la diferenciación del producto o a la incorporación de atributos intangibles, como la calidad, el diseño, la marca, el servicio post venta, etc., muy valorados entonces por los consumidores.
Las nuevas estrategias competitivas, en consecuencia, debían de ser a partir de ahora mucho más flexibles y más adaptadas a las nuevos requerimientos de la demanda, utilizando para ello modelos de gestión cada vez más alejados de las economías de escala estrictamente productivas, la división exhaustiva del trabajo a través de tareas especializadas, o la rígida verticalidad en la toma de decisiones, que caracterizaban al viejo management propio de la era fordista.
Surgió de este modo, durante los años 80, una nueva racionalidad empresarial basada en la implicación activa de los trabajadores en el negocio, los cuales ahora pasarían a ser considerados como capital humano, y no como meros costes de producción, mientras se propugnaba una visión colectiva y compartida, del papel de la empresa para todas las personas implicadas en el proceso productivo. En tales condiciones, la discusión relevante entre los expertos de la gestión empresarial giraba entonces prioritariamente sobre la mejor forma de gobernar la empresa en su lucha permanente por ser competitiva en un mundo cada vez más exigente y global.
Calidad, innovación, atención al cliente, respeto al medio ambiente, balances sociales, eran todos factores considerados como ventajas por las empresas líderes que se diferenciaban así del resto de sus competidores. Y no sólo eso; también existía un consenso implícito sobre el hecho, que entonces nadie discutía, de que mayores beneficios para la empresa significaban lógicamente más empleo y mayores salarios.
Pero llegaron los años 90, y con ellos, las sucesivas crisis monetarias y burbujas financieras. Se inauguró la era de las stock options y otras desmesuras sin límite de los directivos, que ya apuntaban maneras, anticipando tiempos venideros. Naturalmente, su principal, y casi único objetivo consistía ahora en crear valor para el accionista (y de paso, para sí mismos) utilizando cualquier medio, y, sobre todo, situando el corto plazo como el único horizonte relevante para sus desvergonzadas fechorías. La calidad y utilidad social de los productos o el servicio al cliente, pasaban progresivamente a segundo plano, mientras ellos se llenaban los bolsillos con todo tipo de artimañas y "premios" a la gestión que ellos mismos se concedían.
Enron, Wordl.com, Arthur Andersen, entre muchas otras, se hundían de la mano de malas prácticas empresariales que ya entonces nadie detectaba porque la desregulación campaba a sus anchas. Los acuerdos de Kyoto sobre el medio ambiente perdían popularidad entre las clases económicas dirigentes, mientras la dimensión financiera de la economía alcanzaba un protagonismo sin precedentes, en detrimento de la actividad productiva y la "economía real". Una de las consecuencias más visibles de este estado de cosas fue, como era de esperar, la ruptura del aludido consenso secular básico en las empresas. Ahora, no solo los altos beneficios podían ir ligados a los despidos masivos, sino que, incluso, en numerosas ocasiones, aquellos no serían sino la consecuencia directa de éstos últimos.
Un capitalismo de fuerte sesgo financiero, depredador e insostenible, se abría así paso hasta la caída de Lehman Brothers, con las consecuencias que todos hemos vivido en los últimos años de la primera década de este siglo. Una vez más, tras la fatídica experiencia del crack de 1929, el capitalismo estaba a punto de devorarse a sí mismo.
Cierto es que la Unión Europea, al menos en el aspecto formal, había detectado a tiempo este proceso de deterioro del rumbo del nuevo capitalismo emergente. En la Cumbre de Lisboa de 2000, el Consejo Europeo, hacía "un llamamiento especial al sentido de responsabilidad de las empresas con respecto a las prácticas idóneas en relación a la formación continua, la organización del trabajo, la igualdad de oportunidades, la integración social y el desarrollo sostenible". Un llamamiento en línea con las recomendaciones de la ONU, la OCDE, la OIT, e incluso en los últimos tiempos, del G-20 y del Foro de Davos.
El desarrollo sostenible, en sus tres dimensiones fundamentales: económica, social y medioambiental, surgía así como el único paradigma productivo capaz de detener el proceso de enloquecimiento colectivo al que estaba siendo abocado el capitalismo moderno, de la mano de unas empresas, cuyos directivos habían priorizado el enriquecimiento rápido, al tiempo que despreciaban todo lo que ocurriera más allá de los estrechos muros de sus despachos de la última planta.
Pero la introducción de este nuevo paradigma productivo en el seno de las grandes empresas requería un cambio significativo, voluntario y consciente, en sus estrategias y modelos de gestión utilizados hasta ahora. Unos modelos de gestión en los que volviera a primar la visión a largo plazo, la consideración de los efectos externos de sus actividades, el uso de recursos naturales no renovables, la biodiversidad y el medio ambiente, el compromiso con sus propios trabajadores, y también con todos aquellos que forman parte de la cadena del valor de su producto, y, en fin, el firme compromiso con el desarrollo humano equilibrado a escala planetaria.
En suma, todas aquellas dimensiones de la gestión empresarial que a principio de este siglo quedaron englobadas bajo el término de Responsabilidad Social de las Empresas (RSE), y que tras un vigoroso impulso inicial, han caído, para nuestra desgracia (y la del capitalismo inteligente), de nuevo en el olvido. Si esto sigue así, que Dios nos ayude. Porque ya nadie más lo hará.