Todos (o casi todos) sabemos que Vox, más allá de la ideología, es un partido particular. Es un partido piramidal y caudillista. Manda el jefe supremo; esto es, Santiago Abascal, y si no se obedece, pasas a la reserva (o al ostracismo). Si tienes suerte y tienes un cargo público, pues te quedas sin protagonismo; o si la dirección quiere, te expulsa y vas al grupo mixto. Esas son sus reglas. Por medio quedaron centenares de militantes que creyeron en una especie de democracia interna, o cuando menos, una cierta pluralidad, como la hay en la mayoría de partidos, donde conviven diferentes visiones de un núcleo ideológico. Pero no. Ya quedó demostrado el pasado julio cuando el líder de la formación ultraconservadora ordenó la salida de todos los gobiernos autonómicos por coquetear el PP con el acogimiento de los menores no acompañados que el Gobierno debe (por sentencia judicial) distribuir entre todas las comunidades.
Además de quedar patente el presidencialismo de Abascal, Vox también se ha caracterizado por pedir todo tipo de dimisiones y renuncias cuando un cargo de formaciones de izquierdas ha quedado imputado en una causa (y sin ello, con la mera denuncia). Y hacerlo a las primeras de cambio. En muchos casos, porque sus terminales sindicales o judiciales han sido las promotoras de las causas judiciales con meros recortes de prensa y escaso fundamento en las pruebas. En algunos asuntos han logrado victorias judiciales, todo hay que decirlo, pero quizás para el caso había más solidez en la denuncia. Es y ha sido su manera de actuar.
En ese modus operandi de purgar cargos internos, a conveniencia, tenemos el caso del Ayuntamiento de València. Los concejales Juanma Badenas y Cecilia Herrero, que dejaron en marzo la formación que preside Santiago Abascal y quedaron integrados en este consistorio como concejales no adscritos, volvieron a la disciplina de Vox en apenas un mes. Y todo ello, pese al escandalillo de un contrato de publicidad institucional y unos audios de Badenas que revelaban dónde se debía insertar ciertas campañas. Finalmente, la asesoría jurídica del consistorio valenciano avaló el procedimiento -que nadie había cuestionado- sin entrar en cómo se elaboraron los pliegos o los famosos audios. No sé por el calor del pacto del Ventorro o no -por el que Vox daba oxígeno Carlos Mazón-, la cuestión es que se corrió un tupido velo y todos a jugar. Cada uno en sus puestos, aunque a primeras de cambio, la dirección de Vox sí que actuó y mandó a dos de sus concejales al banquillo del grupo de no adscritos.

- Ana Vega.
Esta semana ha saltado el caso de Elche, que es muy feo y que pone evidencia hasta qué punto la condición humana puede jugar en los entresijos de un partido para acabar con rivales internos. No es nada nuevo, porque ha pasado en muchas formaciones, pero insisto pone en evidencia lo peor de la política y lo que puede hacer un militante para sepultar al otro, en este caso, con cuestiones personales. Hagamos memoria. Todo parte de la sospecha de si un militante (o simpatizante) de Elche José María Mazón —marido de la exconcejal de Vox en Elche, Amparo Cerdá- pudo haber asumido el coste del viaje de luna de miel a la entonces presidenta provincial y portavoz en las Cortes, Ana Vega, y a su marido, Mario Ortolá, concejal de Alicante. Eso no se discute en la causa.
La cuestión es que el actual concejal de Empleo de Elche, Samuel Ruiz, se hizo pasar por José María Mazón, el 6 de octubre de 2020, al llamar a la agencia de viajes de El Corte Inglés, facilitando el nombre y DNI de Mazón, para obtener la factura del viaje que había regalado a Vega (entonces diputada y presidenta provincial de Vox) y Ortolá por su viaje de luna de miel, por un valor de 2.875,49 euros. El asunto se denunció, primero por usurpación de identidad (que fue archivado), y después por descubrimiento y revelación de secretos, y ahora se ha saldado con la apertura de juicio oral, a falta de un último recurso.
Pero más allá de que el asunto acabe en condena o no, ¿no es muy cutre? ¿hasta qué punto el humano puede actuar de esa manera? Está claro que la finalidad era sacar los colores a Ana Vega y a Mario Ortolá. En su momento, Vega tenía todo el poder en el partido en la provincia de Alicante, y era la diana de muchas acusaciones, hasta el punto de que su elección como presidenta provincial se tuvo que repetir por irregularidades en el proceso.
En un partido con un funcionamiento más o menos serio, lo normal hubiera sido, a las primeras de cambio, llamar a capítulo al concejal de Elche, hacerle reconocer el error y pedir disculpas públicas. Como el asunto ya está en el juzgado, lo habitual es que Vox suspendiera de militancia a su regidor por el procedimiento a la espera de sentencia, máximo por ir contra otros militantes que, sepamos, no tienen expediente abierto alguno por conducta irregular. Pero como Vox es así de singular, pues quizás no se toman medidas porque la dirección provincial es un bluf, está teledirigida y, por tanto, no existe; o porque el que manda de verdad, Abascal, quizás no sabe nada de Elche porque allí los menores no acompañados no generan problemas o la okupación no tiene los niveles que merezcan su atención.
Mientras, el silencio de Vox habla por si solo: quizás porque no ha saltado a las televisiones nacionales; quizás porque es un tema menor, muy feo, pero muy de la condición de una parte de Vox: matar al enemigo por los medios que sea, aunque esta vez eran de su propio partido. Quizás no les sorprenda a ellos mismos, pero tiene la suficiente importancia para que el resto de humanos -al menos los que se dedican a la noble función del servicio público, y están más cerca- no duerma tranquilo. Esta vez han sido Ana Vega y Mario Ortolá, pero demuestra que cualquiera puede ser el siguiente con tal de seguir vivo. O que le mantengan vivo.