Como buena ciudad del norte de la península que es, la capital de La Rioja es tierra de practicar el nomadismo restaurador: ir de un local a otro bebiendo y comiendo en pequeño formato. La calle del Laurel, situada en el casco antiguo, es una ventana al tapeo a lo largo de doscientos metros. Siempre bulliciosa, siempre como una cornucopia del bocado diminuto y de momento, firme en su propósito de ofrecer buena gastronomía con sensatez en la cuenta. Entre otros motivos, porque la ley de la oferta y la demanda siempre se cumple, y oferta a Logroño no le falta.
Escribía Juan Eslava Galán en Una historia de toma pan y moja que a mediados de los años cincuenta, cuando la economía dio señales de recuperación y esta se manifestó en la calidad y variedad de la dieta “el espectro del hambre se fue alejando de los menesterosos y las clases medias se fueron soltando el cinturón. (...) En los bares del norte comenzaron a aparecer los pinchos acompañando la bebida, al principio simples encurtidos pinchados en un palillo, un taco de atún con pimiento o el Gilda (en homenaje a Rita Hayworth), una combinación de guindilla verde, anchoa y aceituna. Después surgieron preparaciones más complicadas, incluso de alta cocina, y hoy el pincho va camino de convertirse en la versión hispánica del fast food americano, la cocina en miniatura, la tapita, la cazuelita”.
La Laurel es el pintxo de champiñones del Soriano: champiñón a la brasa con o sin gamba, cocinado al momento y a la vista, con su ajoaceite; las bravas del bar Jubera; el Blanco y Negro, el bar más antiguo de la calle Laurel, y su matrimonio, que difiere del consumido en Murcia: se trata de un pequeño bollo de pan crujiente servido caliente, con una anchoa, un boquerón y un toque de pimiento verde. Aunque para anchoas está el Rincón de Alberto y su género traído desde Santoña.