VALÈNCIA.- En Ruzafa casi siempre hay bullicio. Las mañanas del mercado y las del mercadillo de los lunes. Las tardes en las terrazas de bote en bote. Las noches en los pubs variopintos. Pero en mitad del barrio, hay un edificio que ocupa media manzana que casi nadie sabe qué es exactamente. Y detrás de esas paredes de ladrillo visto, al final de las escaleras de la iglesia donde los jóvenes se reúnen a beber latas de cerveza, a fumar hachís y a hacer piruetas con la tabla de skate, viven seis franciscanos que han acabado por aceptar que aquel es un lugar que tiene esa particularidad. «La gente se sorprende al ver que aquí hay unos frailes. Pero la casa está mucho antes de que llegara la modernidad o la moda al barrio. Algunas veces sí que nos molesta que lleguen los jóvenes y se sienten en las escaleras de la iglesia, pero ahí nos toca ejercer la proverbial paciencia franciscana. Lo que peor me sabe es que nos hagan pintadas. Hace unos días tuve que quitar una a base de mucho frotar. Eso es lo que peor me sienta», advierte Juan Martí, que es el guardián del muy discreto convento de Nuestra Señora de los Ángeles.
El guardián del convento no es un tipo que vigila desde lo alto de una almena con una ballesta en las manos. El guardián es algo así como el prior de los franciscanos y, en realidad, es un hombretón de Ontinyent que habla en valenciano y que acaba perdiendo su paciencia franciscana cuando el fotógrafo le dice que vuelva a posar.
En el centro del edificio hay un bonito patio lleno de plantas, un enorme ciprés y, en medio, una pequeña figura de san Francisco de Asís sobre un pedestal que se eleva dentro de una fuente de la que brotan cuatro chorros de agua. Y la fuente llena el patio de un sonido casi zen que, de paso, aísla el convento del ruido del tráfico que circula por las calles Pintor Salvador Abril y Músico Padilla.