VALÈNCIA.- La sede de la asociación del esperanto en València está patas arriba. Tiene un aspecto sesentero y para llegar hasta allí has de subir cuatro pisos, andando por una escalera con las paredes desconchadas y llena de parches de pintura. Aquel es un edificio decadente plantado en medio de Peris y Valero, una de esas avenidas donde siempre hay coches escupiendo humo. Al llegar y entrar, después de darte de frente con un retrato, casi de corte soviético, de Luis Lázaro Zamenhof —el padre de este idioma que pretendía revolucionar el mundo y que cuenta con una calle de tres o cuatro manzanas en València, muy cerca del río—, topas con un piso lleno de objetos extraños.
Raúl Salinas espera dentro. Raúl es un hombre amable al que se le ve sufrir porque el local está en obras y no está presentable, pero, muy educado, deja que la fotógrafa meta su lente por todas partes, oponiendo únicamente una frágil resistencia. El presidente del Centro de Esperanto piensa que es el precio que tienen que pagar para que se dé a conocer una lengua que agoniza en València y en España. Porque el doctor Zamenhof lo inventó en 1887 con la idea de aportar al mundo un idioma que no fuera de nadie, un idioma que no tuviera dueño y que, por eso, todos los pueblos lo abrazaran y lo hicieran propio. Y así lograr que el mundo pudiera comunicarse libremente con independencia de cuál fuera tu procedencia o tu destino.
Y no arrancó mal. Porque la idea, cargada de romanticismo, se asoció, en una etapa especialmente convulsa de guerras mundiales, como una invitación a la paz y la concordia entre las naciones. Pero no cuajó, y hoy es un recuerdo residual que unos pocos amantes de los idiomas y de lo diferente han evitado que se extinga.
Raúl llegó al esperanto en 1995. Una revista de informática —él es programador— regalaba un CD, que era algo nuevo, y como cabía tanta información —entonces la información se trasladaba en disquetes— incluyeron un curso de la Federación Andaluza de Esperanto. «Era simple y lo hice», recuerda antes de matizar que a él le gustan y se le dan bien los idiomas. «Y además era adolescente y me cautivó esa idea tan utópica e idealista».
Dos años después, en 1997, Raúl encontró, a través de un chat, a un ruso que le descubrió que había un centro de esperanto en la gran vía Fernando el Católico. Cuando encontró un buen trabajo y empezó a ganar dinero, Raúl comenzó a apuntarse a los congresos de esperanto que se organizaban por Europa y sus viajes siempre iban en busca de más conocimiento y gente que comprendiera su fascinación por esta lengua en peligro de extinción. Allí encontraba, al fin, gente joven con la que divertirse y echarse unas risas en un idioma que muy pocos dominan.
Pero luego volvía a València, o Valencio, con el acento en la i, que es como se dice en esperanto, y topaba de nuevo con la realidad: sexagenarios y septuagenarios con otro ánimo y otros intereses. «Ahí me desanimé un poco y lo dejé medio de lado». Cada vez que moría un compañero esperantista, la comunidad mermaba. Siempre menguando. Porque la gente joven no estaba, ni está, interesada. Y ahora, revisando las actas de hace un par de décadas, ve las cuentas y descubre que sobraban seis mil euros a final de año. Es decir, que eran muchos más que ahora.