El steak tartar (por cierto, pronunciado ‘steik’ y no ‘stik’) siempre fue un rezagado, una boutade gastronómica a la vera del chuletón y el solomillo. Carne cruda cortada a cuchillo y macerada con un puñado de especias frente al comensal, y quizá precisamente esas sean las razones del porqué de ese carácter burgués de este plato único: porque exige de un excelente servicio en sala y, más importante todavía, la carne cruda no permite enmascarar el sabor mucho más allá de la mostaza o la salsa Perrins —aquí no hay truco; el origen del plato oscila entre el folklore literario (la carne que maceraban los jinetes mongoles bajo el sillín de sus corceles en sus viajes por las praderas de Ulan-Bator) a las páginas de Miguel Strogoff de Julio Verne, de ahí a la Guía Culinaria de Auguste Escoffier y los grandes restaurantes franceses de principios de siglo pasado.
Grandes steaks hubo en Jockey, Horche o L’hardy de Madrid; y sigue habiendo en Vía Véneto, L´Office y Casa Paloma en Barcelona o en Jaylu, Sevilla. A Valencia llegaron de la mano de aquellos primeros restoranes de la ‘socialitè’: a la taberna de Los Madriles o en Les Graelles (de los Barrachina) hasta la eclosión de las grandes casas de comida que nos siguen haciendo felices cada día, estos tres grandes clásicos sin parangón —Askua, Aragón 58, Gastrónomo y dos recién llegados con visos de quedarse mucho tiempo: Habitual de Ricard Camarena y Gran Azul de Abraham Brández.
Askua de Ricardo Gadea sigue siendo el faro, el templo del steak tartar perfecto. ¿Que por qué? En primer lugar por la la calidad estratosférica de la carne de ternera que Luismi Garayar sólo reserva para Ricardo y Martín Berasategui. El tártaro de Askua es untuoso y perfecto, y quizás parte del secreto sea que lo elabora con el centro del solomillo, no con los recortes ni las puntas (práctica habitual de muchos restaurantes, que guardan el centro de la pieza para medallones o Wellingtons). En Madrid andan locos con este plato de la mano de sus vástagos Nacho y ; en el cap i casal seguimos poniendo en duda esa verdad ineludible: la calidad hay que pagarla.