València

EL CALLEJERO

Benji, un pionero de los tatuajes y las bicicletas ‘custom’

3 / 21
Suscríbe al canal de whatsapp

Suscríbete al canal de Whatsapp

Siempre al día de las últimas noticias

Suscríbe nuestro newsletter

Suscríbete nuestro newsletter

Siempre al día de las últimas noticias

Benji tiene cara de malote. Tiene una mirada seria, pero también ayudan los tatuajes en la cara y por todas partes, y la perilla blanca. Benji aparece subido a una aparatosa bicicleta con el aspecto de una chopper. Mide dos metros de largo, tiene un sillín que simula la piel de cocodrilo y lleva la ayuda de un pequeño motor eléctrico. Benji, un hombre que este martes cumple 60 años, es todo un personaje que saluda a sus compañeros chocando las yemas de los dedos y luego juntando los puños. Su taller huele a goma y está lleno de cuadros de bicicleta, neumáticos y un panel con herramientas.

Benji Aranda es inclasificable, aunque, básicamente, ha destacado por ser tatuador y por hacer estas bicicletas tipo custom manufacturadas. Pero lleva toda la vida trabajando. “No acabé ni la EGB. No tengo ni el graduado escolar”, adelanta. No pudo. Su padre murió con 13 años y su madre, unos meses después. La vida, en este aspecto, nunca le ha sonreído. Su hermano pequeño falleció de un cáncer de pulmón en 2011. Así que solo le queda una hermana que vive fuera de València y un sentimiento de orfandad y soledad que le ha acompañado desde que era un adolescente. “Sí que me he sentido un poco solo, la verdad, pero he hecho muchos amigos que se convirtieron en mi familia”.

El artesano de las bicicletas molonas se crio en la esquina de la Gran Vía de Ramón y Cajal con la calle Jesús. “Yo nací en casa de mi abuela paterna, Roberta, con comadrona, como se hacia antiguamente”. Su padre era guardia civil, de caballería, hasta que tuvo un accidente con un caballo. “El hombre se jodió la espalda, así que desde entonces puedo decir que soy en hijo de un jorobado”.

  • Foto: EDUARDO MANZANA

A los 13 años empezó con los trabajos precarios. “El primero, de camarero en una 

hamburguesería que había en frente del Trina, en la plaza de España. Me metía 15 horas al día y me pagaban 500 pesetas al mes. Una miseria. Luego estuve de pinche de cocina, de electricista, de fontanero… Miles de trabajos. Me tenía que buscar la vida”.

Antes que con bicicletas, trabajaba con las motos. Siempre le fascinaron. Al principio ayudaba a un mecánico en el taller de motos que tenía en Bellreguard. Benji vivía allí y, juntos, transformaban las Harley Davidson. “Fuimos de los primeros en València que llevaron el rollo motero con chupa de cuero y toda la pesca. Eso fue en 1984 o 1985. Nos hacíamos nosotros las motos. Comprábamos Ducati de segunda mano, cortabas por aquí, cortabas por allá y te transformabas la moto. Hasta que ahorrabas lo suficiente y podías llegar a conseguir una Harley, que eso estaba muy lejos”.

La primera Harley

Su primera Harley llegó después de mucho esfuerzo y mucho ahorro. Un año se compró una BMW antigua, del año 59, y, tiempo después, se agenció otra igual. Las puso a la venta y con lo que sacó, en 1990, se pudo dar el gustazo de pasear subido a una Harley modelo Sportster 883 Deluxe. El no va más. “Luego la toqué, la trasformé y la truqué para pasarla de 883 cc a 1.200 cc. Le cambié la horquilla, el guardabarros, el manillar… Me sacaron en un póster central en la revista ‘Custom Machines’ y en otras revistas como ‘Extreme Bikes’.

  • Foto: EDUARDO MANZANA

El mundillo de las motos lo dejó en 2007. Llegó un momento en el que no se podía modificar una moto alegremente porque luego llegaba la ITV y surgían los problemas. “Pero entonces vi que la bici sí se podía cambiar a tu bola y descubrí que había un mundillo ahí que me molaba”. Ahora tiene su marca, 014 Cycles, está asociado con su amigo Míchel Ávila y solo fabrica por encargo. “No hago muchas”. El precio, si son eléctricas, rondan los 3.000 euros. Su compromiso, desde el primer día, es no fabricar dos bicicletas iguales. “Ida bici es única”.

No pretende hacerse rico. Benji va picoteando de aquí y de allá, y con eso va tirando. No tiene hijos y eso ayuda. “Pero no soy una persona que me guste ganar dinero: con poco, me conformo. Con tener para sobrevivir y hacer lo que me gusta, me sobra. Y no tener jefes y nadie que me diga nada también es importante para mí”.

Siempre le ha gustado pasárselo bien y en plena juventud abrasó la Ruta del Bakalao. “He sido muy salidor y además he trabajado en la noche de relaciones públicas y de DJ. He trabajado también en la Ruta del Bakalao. En 1996 estuve un año pinchando en Spook y luego en el Picadilly, en el Látex y en infinidad de pubs. Y fui relaciones públicas de Chocolate de 1983 a 1989. Cuando estaba en pleno auge”.

  • Foto: EDUARDO MANZANA

Los 80 fueron los años de la Ruta. Benji cuenta que tenían con unos amigos una planta baja en la calle Vivons, en Ruzafa, y que los jueves se despedía. El lunes llegaba cada vez en un coche diferente de alguien que lo soltaba en el local totalmente destruido. “Salía mucho. Tengo muy buen recuerdo de aquellos años. Entonces salías el jueves y no volvías hasta el lunes. Enfrente de Barraca tenías un apartamento donde te llevabas la ropa, te cambiabas, te lavabas los dientes y te ibas a otra discoteca. Me pegaba buenos festivales. Era la época de las mescalinas. La verdad es que lo hemos pasado muy bien”.

A Barraca, con 14 años

Lo primero que le llamó la atención, siendo aún un niño, es que sus padres comentaban en casa que iban a un sitio que se llamaba Barraca. Y al chaval le intrigaba mucho qué era aquello. Cuando tenía 14 años cogió a un amigo que tenía una Vespa y dos años más, y se fueron para Barraca a ver qué era aquello. Le fascinó. Fueron años de libertad, de vanguardia musical, de modernidad, de sentirse únicos. Hasta que aquello se empezó a torcer y la Ruta del Bakalao se estigmatizó. “Había muchos accidentes. En aquella época no era obligatorio ir con casco en la moto si no salías a autopista. La gente se ponía muy ciega y la carretera era muy estrecha, sobre todo los puentes del Perellonet y del Perelló, que luego los ampliaron pero que entonces eran solo de un carril. Ahí muchos coches caían al agua. Se le llamaba la ruta de los elefantes porque los elefantes cuando van a morir hacen una ruta hasta un cementerio de elefantes y por aquella época lo llamaban así”.

Aquellas muertes acabaron con la fiesta. Una leyenda negra cubrió la Ruta del Bakalao que ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, parece haberse blanqueado. “Murió mucha gente y eso al final explotó. Empezó a haber mucha policía, iban con perros a los parkings a por la droga, y se estigmatizó mucho. Pero también es cierto que se caía un tío por un precipicio en Burgos y decían que era culpa de la Ruta del Bakalao. Todo era culpa de la Ruta del Bakalao. Pero todo vuelve y ahora está de moda otra vez. El otro día vi que quieren volver a abrir Espiral”.

  • Foto: EDUARDO MANZANA

Al mismo tiempo también disfrutó de la costumbre de los jóvenes que se quedaban en València, en Cánovas, en el Ensanche, para pasar las tardes del viernes y del sábado en calles como Burriana o Conde Altea compartiendo botellas de litro de cerveza que compraban en lecherías del barrio y sitios así. Los jóvenes se apoyaban en los coches aparcados y pasaban así la tarde. La gente se agrupaba por ‘tribus’ y maneras de vestir: los rockers, los mods, los heavys, los punks… Juntos pero no revueltos, que, a la mínima, prendía la chispa y acababan a tortas. No faltaban los fachas de Primera Línea, de extrema derecha, que salían con puños americanos y cadenas. A buscar trifulca por causas más que peregrinas. Todos ellos, mezclados con los pijos del Ensanche.

“Yo acabé yendo con los rockers y mis sitios eran Pamplonicas, Tutti Frutti, Triplex… Y antes de esto, a la calle Pelayo, que estaba llena de garitos: el Manhattan, el Tango, el Estratos… Íbamos mucho ahí, pero de más jovencitos”, recuerda Benji, feliz de rememorar los años locos de la juventud, de cuando era una persona curiosa y muy inquieta.

Las tintas de José Manuel Casañ

Benji, de niño, siempre tan echado para adelante, ya intentó tatuarse. “En mi barrio había cuatro gitanos que juntaban cuatro palillos, con unas agujas e hilo de coser, e iban pinchando punto a punto. Me ponía pesado diciéndoles que me hicieran uno, pero no me hacían ni caso. Hasta que una vez me dijeron que fuera al día siguiente con tres litronas, las agujas y tinta china, y que me lo harían. Yo pensaba que la cerveza era para ellos, pero me dijeron que era para mí porque dolía. Y yo, con 14 años, me casqué dos litronas y con un pedo que te mueres les dije que me hicieran lo que quisieran, y, cuando estaban a punto de empezar, veo que salen corriendo y me dejan solo. Me giré y vi a mi vieja gritándole a los chavales. Me pegó un galletón y me mandó para casa”.

  • Foto: EDUARDO MANZANA

Tiempo después conoció a una persona providencial: Antonio Llepes, un hombre que salía con una chica inglesa que su padre era tatuador. Benji dice que su estudio de tatuaje, cerca de las Torres de Serranos, fue el primero que hubo en València, que después abrió otro y que él fue el tercero. Primero lo intentó en un sótano del pasaje de Ruzafa, pero el alquiler era muy caro y no duró mucho. Entonces, ya en los 90, se mudó con su socio, a la calle Rodríguez de Cepeda, donde abrieron Exotic Tattoo. Luego su socio se fue a Marbella y él se quedó en València.

Benji lo aprendió todo de Llepes, que tuvo la paciencia de enseñarle los secretos del oficio. Luego vino el salto. “Un día decidí comprarme las máquinas para tatuar y se las encargué a mi amigo José Manuel Casañ, el cantante de Seguridad Social, que iba a Los Ángeles a grabar un disco. Me las trajo y al poco tiempo, en 1989, me asocié con un colega y abrimos el estudio de tatuajes. Fuimos de los pioneros. Era otro mundo: te tenías que soldar tú las agujas, comprar la tinta fuera y te volvías loco para conseguir las cosas. Comprabas tintas en pigmentos, las rebajabas con agua destilada y así hacías los botecitos. Las agujas nos las soldábamos nosotros una a una”.

El número 21

Ahora solo tatúa de vez en cuando. A los colegas que se lo piden y a algún conocido. El negocio, dice, dejó de ser rentable. Al principio se ganaba mucho dinero. “Pero como sucede siempre en València, cuando algo funciona, lo explotamos y creo que se convirtió en la ciudad de España con más estudios de tatoos”. En aquella época también pinchaba. Benji recuerda especialmente la época del Picadilly, en Embajador Vich. “Pinchaba los miércoles y, aún así, se montaba unas colas que giraban la manzana. “A mí siempre me ha gustado el rock and roll, pero también ponía reggae, ska, rock… Llevaba una evolución por la noche y a lo mejor terminaba con swing o blues. Esas eran mis sesiones. Ahí pinchaba un buen musicón”.

  • Foto: EDUARDO MANZANA

Benji vivió la evolución de los tatuajes. Desde los tiempos en que solo se tatuaban los presidiarios y la gente de malvivir. “Ahora ves a niños de papá tatuados hasta el cuello. Eso entonces era impensable. La gente solo se tatuaba aquellos que luego podía tapar con una camiseta. Él, poco a poco, fue cubriendo todo su cuerpo. Desde el primero, un cementerio, hasta uno enorme de corte ‘japo’ que le cubre todo el torso. Con ese aprovecho y tapó la cara de la novia que se tatuó en su día, qué bonito es el amor, y que luego se la llevó el viento. La cara tardó algo más. Hasta que un día le apeteció y un colega le puso el número 21. “Es un número que me persigue: nací un día 21 en un año que los números suman 21, también viví en el número 21… Estaba claro que era mi número”.

Ahora, a punto de cumplir los 60, parece vivir más tranquilo. Se le ve feliz en el taller, donde está acabando el chasis de un triciclo que le pidió una mujer de Catarroja que perdió el suyo en la Dana. Lo va haciendo con calma y ha pedido las llantas a Alemania. “Estará acabado a mediados del mes que viene”. A Benji le ha gustado recordar el pasado y ahora le vienen historias de aquellas discotecas primigenias de la ciudad, como NCC (New Café Concert, en Maestro Gozalbo), donde dice que vio en directo a Parálisis Permanente. O el Brillante, un garito donde se reunía la gente de la cultura en la calle Pintor Salvador Abril. “Allí el encargado era Ramón Palomar, que es mi colega, pinchaba Róber El Gato y yo estaba de segurata. Eso fue antes de que se convirtiera en un antro de mala gente”.

Benji se despide y luego se dirige a una especie de tienda de campaña donde se va a meter para pintar con pistola una bicicleta. Después, antes de cenar, irá al Biplaza para asistir a la inauguración de una exposición de pintura con los cuadros de un amigo. No para. Y siempre subido a su estrambótica bicicleta azul celeste con el sillín de falso cocodrilo.

Recibe toda la actualidad
Valencia Plaza

Recibe toda la actualidad de Valencia Plaza en tu correo