València

EL CALLEJERO

Glen y Alerna encontraron la felicidad haciendo helado en Ruzafa

Glen y Alerna.

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La Antigua Lechería, un negocio abierto a contracorriente en Ruzafa, cierra los lunes, que es el día del mercadillo que se enrosca como una faja barata al gran mercado, el corazón del barrio. Allí al lado, en la siempre concurrida plaza del Doctor Landete, donde se mezclan los padres que sacan a jugar a los niños en un parque diminuto con los jóvenes que toman quintos y lían cigarrillos en terrazas gozosas, encontraron su lugar Glen Lufi y Arlena Xega, una pareja de 54 y 55 años que son albaneses de nacimiento, italianos de adopción y que ahora están enamorados de España y València.

Los dos nacieron en Tirana, la capital de la Albania comunista, la del Pacto de Varsovia, y ambos abandonaron su país muy pronto. La fuerza de la juventud les empujó a buscarse una vida mejor, con más oportunidades, saliendo como pudieron de Albania. Arlena se fue a París a estudiar y Glen se escapó en un pequeño barco de pescadores donde se apretujaron 500 albaneses convertidos en inmigrantes. El viaje hasta el sur de Italia, hasta Bríndisi, en la Apulia, en el tacón de la bota, fue una aventura desagradable que ahora mismo Glen no se atrevería a emprender, pero entonces tenía 19 años y a esa edad todo da menos miedo. “Somos más de Italia”, dicen ahora, mediada la cincuentena.

La madre de Arlena murió cuando ella tenía dos años. Un accidente de tráfico fatal que la dejó, hija única, en manos de su padre, un catedrático en Geología que estuvo encerrado de joven en la cárcel por pensar diferente a la doctrina unipartidista. “Ahora puedes encontrar la historia de su papá en el Museo Nacional de Albania”, apunta Glen sobre su suegro. 

Él dejó Apulia para irse al norte de Italia, al lago di Garda. Glen comenzó a trabajar en Toscolano-Maderno, un pueblecito con mucho encanto que se asoma al agua. Italia le mostró sus dos caras: un país con la libertad y la modernidad que se había bloqueado en Albania, pero también el tinte racista de su sociedad. Los albaneses no tenían buena fama y Glen y Arlena lo sufrieron a pesar de ser dos trabajadores honrados. “Pero las cosas difíciles te hacen más fuerte. El otro día leí una frase que me gustó: la comodidad es el mayor enemigo del éxito”. Mientras, Arlena estudiaba Literatura Francesa en París. Al mismo tiempo, para poder pagar sus gastos y la carrera, trabajaba cuidando a niños.

  • Foto: KIKE TABERNER

Arlena y Glen se encontraron en París. Uno de los amigos de ella tenía amistad también con un hermano de Glen y, cuando este fue a visitarlo, se conocieron. Eso fue en 1995. Hace 30 años. Los dos eran unos veinteañeros llenos de sueños e ilusiones. Arlena, empujada por el amor, decidió dejar una gran cuidad como París para mudarse con Glen a un pequeño pueblo de 10.000 habitantes a orillas del lago di Garda. Él trabajaba de camarero pero tenía ideas mucho más ambiciosas. No querían casarse, no lo necesitaban, pero acabaron cediendo porque era lo más práctico para conseguir los papeles.

Un restaurante de éxito

Glen acabó como maître de hotel y, con el tiempo, aprovechó esa experiencia para lanzarse a por su primer proyecto personal. Él quería abrir un restaurante y hacer un trabajo serio. En un viaje a Milán entendió lo que mejor se ajustaba a sus deseos: un restaurante cerca de una zona de negocios para servir menús a mediodía y tener libres las tardes y los fines de semana. Pero para eso tenían que hacerlo muy bien en la ciudad más próxima, en Brescia. Dar en el clavo. Solo le faltaba un cocinero, así que le ofreció al chef del hotel, su amigo Pietro, empezar una nueva vida como pequeños empresarios.

Glen encontró el sitio perfecto en Brescia en un bar que lo llevaba una mujer con mala mano para la hostelería. El albanés le explicó que ese negocio no tenía ningún futuro y le hizo una oferta. Raffaela, la propietaria, aceptó porque estaba ahogándose por las deudas. Glen y su amigo Pietro cambiaron los congelados por el producto fresco y bajaron los precios. Un éxito rotundo. En un mes ya había cola para comer. Cada día servían 400 cubiertos. Abrieron en 2005 y estuvieron en aquel restaurante, Le Charme (el encanto), hasta 2012. Siete años de ganancias y un volumen de trabajo razonable. Cuando llegó la crisis, en 2007, los ingresos bajaron a mediodía y entonces crearon una empresa de catering de lujo.

  • Foto: KIKE TABERNER

Mientras Glen habla sin parar, sin perderse un detalle, Alerna está callada. Le observa en silencio con sus ojos tímidos. Él es expansivo, echado para adelante, emprendedor, incauto a veces. Ella es reservada, conservadora, más desconfiada. Y juntos se equilibran. Ella no deja de mirarle y cuando lleguen las penurias, los momentos difíciles, se retorcerá en su asiento. Su casa, su heladería también, es una torre de Babel donde mezclan el albanés, el italiano y el español.

El primer golpe llegó cuando vendió Le Charme y en la oficina del paro le informaron de que no tenía derecho a desempleo porque era el dueño. Glen, que había pagado a todos sus empleados, se indignó y le dijo a la mujer que le atendió: “Gracias, usted me acaba de decir que no tengo nada más que hacer en Italia. No soy pobre y llevo una vida sencilla, así que me voy de este país”.

Su primer impulso fue hacer negocios inmobiliarios en Berlín. Glen estaba decidido porque veía una oportunidad en el Este tras la caída del Muro. Pero Arlena aportó la sensatez y le hizo ver que no tenía sentido irse a vivir a una ciudad donde tenían que aprender con 40 años un idioma tan difícil como el alemán. Después miraron por el sur de Francia, pero hacía mucho viento y era muy caro. Al final, después de ver un programa de Italianos por el mundo, en 2015, se decantaron por Tenerife. “La isla está llena de italianos que piensan que el sueño de su vida es montar un chiringuito y trabajar mientras te tomas un mojito. Pero casi todos fracasan. No es tan fácil”. 

Intentaron estafarle

Allí contactó con un italiano que tenía tres heladerías y quería vender una. Glen le pagó 3.000 euros de adelanto y cuando fue a firmar los papeles, aquel empresario le dijo que llamara a su abogado, que había perdido su dinero. Alerna agacha la cabeza compungida mientras escucha a su marido contar su reacción. “Yo le llamé y le amenacé con que no necesitaba un abogado para resolver ese problema. Me di cuenta de que no era la primera vez que él hacía eso. Yo no iba a hacer nada, pero tenía que defender lo mío. Eso fue muy malo porque Alerna cogió mucho miedo por si nos hacían algo y pasó por una depresión por culpa de esta gente mala. Ella solo quería irse de allí”.

De vuelta en Italia, después de haber perdido mucho dinero, llamó a un amigo que trabajaba para una multinacional que tenía casinos y casas de juego. Eran amigos desde niños y Glen le dijo que lo que podía hacer era limpiar los baños. Pero su amigo le dijo que si estaba loco, que la forma de ayudarles iba a ser trabajar en el desarrollo de la empresa en Italia junto a un compañero. “Las cosas me fueron muy bien. Yo, por ejemplo, desbloqueé la licencia para poder abrir 24 horas en el casino de Génova. Y eso fue mi ruina porque mi compañero, al ver lo bien que se me daba, me quería matar”. 

Su siguiente destino fue Bulgaria, en Sofía, en 2017, donde un compatriota quería abrir con él un restaurante de buena cocina italiana. Otra decepción. Otro intento de estafa. Pero entonces decidió abrir una heladería en Varna, en la costa del Mar Negro. El cónsul en Bulgaria le puso en contacto con un emprendedor que tenía heladerías en Alemania para abrir en Varna. Otro empresario que pretendía engañarle. Otro chasco. El tiempo pasaba y no terminaba de cerrar un buen negocio. Su supuesto socio no apareció en la cita que tenían en Italia con el hombre que vendía las máquinas para los helados en Conegliano, en la región del Véneto.

Allí no les esperaba nadie. No había ninguna cita concertada. Solo era otro engaño. Pero Glen quiso aprovechar el viaje y acabó hablando con un conocido artesano de helado italiano, Giovanni Michielan, que le ayudó a montar su primera heladería. Glen solo le pidió una cosa al cambio de comprarle toda la maquinaria: que compartiera sus recetas y le enviara una persona para enseñarle hasta que aprendiera. Así nació Gelateria Italia, en Golden Sands, una conocida playa de Varna (Bulgaria), donde pasaron sus dos siguientes años.

Toda la costa mediterránea

Ya en 2019 se mudaron a Croacia. Glen y Arlena buscaban países donde los sueldos fueran muy bajos y así les resultara más económico poner en marcha su heladería. El salario en Bulgaria era de 200 o 300 euros y en Croacia, 500 o 600. Un año vivieron en Split y después cerca de Sibenik, en Primosten. “Una ciudad de piedra que está en una península. Allí no había nadie por la calle y le pregunté a un hombre que me encontré por ahí que me dijo que él y su hijo tenían cuatro restaurantes que iban muy bien. Me los enseñó, locales que daban al mar y a los yates. Me propuso abrir dentro de un bar de su hijo”.

  • Foto: KIKE TABERNER

La historia empezó bien y la heladería funcionaba de maravilla hasta que, de la noche a la mañana, todo se torció y tuvo que dejar también este negocio. De ahí intentaron abrir otra tienda de helados en el lago Constanza y en otros lugares de Alemania. No cuajo nada y, hartos ya de tantas cornadas, decidieron recorrer entero el litoral mediterráneo de España, un país que les encantaba, en su Mercedes ranchera, con todas sus pertenencias a rastras, en busca del lugar ideal. Llegaron dos días antes del confinamiento, en marzo de 2020, y tuvieron que quedarse en Sola dos meses y medio. Cuando pudieron salir, siguieron su ruta costera. A cada ciudad le ponían de una a cinco estrellas. De Barcelona hasta Cádiz. València les encantó. Cinco estrellas para la ciudad a la que regresaron al final de su periplo. Málaga también les gustó, pero València no tenía rival.

Arlena y Glen llegaron a València a finales de 2020. El emprendedor se acordó de un dicho triste pero cargado de razón: “Con sangre en las calles, compra propiedades”. La pandemia era horrible, pero era un buen momento para encontrar un local y un piso más fácilmente. Sin mirar mucho, hallaron un chollo: un piso frente de la Catedral. Un lugar magnífico del que acabaron hartos porque solo había turistas.

Esta pareja de albaneses se recorrió València a pie en busca del lugar perfecto para abrir su nueva heladería. El centro les gustaba, pero los precios eran desorbitados. Entonces llegaron a Ruzafa, un barrio donde había turismo pero también bohemios, un lugar bonito y con personalidad. Arlena asiente e interrumpe casi por primera vez para dejar claro que a ella le encanta Ruzafa. Aquí vieron una tienda de ropa infantil con mala pinta, como si estuviera arruinada. El dueño y el representante de la inmobiliaria no se creían que no fueran de una franquicia de helados.

  • Foto: KIKE TABERNER

El nombre que eligieron, Antigua Lechería, querían que fuera algo que transmitiera aprecio por lo artesanal y lo tradicional. Y querían que la planta baja tuvieran un aspecto antiguo. Glen cogió un recipiente de lechero y le dijo que esa debía ser su inspiración. Sin plástico ni artificios, un lugar con personalidad. En cuanto rascaron en las paredes empezaron a salir azulejos antiguos y ladrillo cara vista.

Ahora son felices con un negocio hecho a su gusto y que va viento en popa. Las portezuelas que separan el obrador de la tienda son las puertas de un gallinero. Les encanta que sea así. Todos los días hay gente esperando para pedir helados que elaboran artesanalmente con frutas que compran en el vecino Mercado de Ruzafa. Un día entró un cliente y les dijo que eso había sido una antigua lechería. Arlena y Glen no se lo creían. Pero él insistió. “Lo sé seguro, era la lechería de mi abuelo”. Bendita casualidad.

Los dos tienen claro que han caído en el lugar idóneo. “La gente del barrio ha venido a saludarnos. ¡Guau! Esto en Italia no pasa. Es el paraíso. Los vecinos agradecen que hayamos venido al barrio unos artesanos. Cada año ganamos más, pero lo más importante para nosotros es ver que la gente viene feliz a nuestra heladería. Lo hacemos todo con leche y fruta fresca porque es lo que nos gusta a nosotros”.

Alerna lo mira sonriente. “Estamos muy contentos”, dice. Al fin han encontrado su sitio en el mundo. Aquí nadie ha intentado engañarles ni les ha amenazado. En Ruzafa han encontrado familias cariñosas y niños golosos. Un barrio que les ha abierto los brazos y donde están cumpliendo su cuarta campaña. Como el negocio va bien han decidido contratar a dos dependientas que necesitaban ayuda y así, además, ellos pueden descansar. Sus relojes se han sincronizado. Es la hora de vivir felices.

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