Desde el mostrador, Lola Muñoz lleva más de 20 años viendo lo mismo: las Torres de Quart a la izquierda, un olivo enorme al frente y la peluquería de Carmelo Abad a la derecha. Hasta el 19 de diciembre de 2025. Ese día, se acabó. Ese día, en vísperas de Navidad, bajará la persiana de Pitarch Cordelería, un negocio con más de 70 años de historia, y nunca más abrirá. Otro comercio antiquísimo que se va al garete y donde los vecinos ya especulan si abrirá una tienda de alquiler de bicicletas, una cafetería de especialidad o, directamente, otro apartamento turístico. En la zona ya quedan pocas tiendas genuinas y hasta ha cerrado un bazar chino que ya casi había adquirido la categoría de clásico en el barrio.
Lola es una mujer seria, muy seria, pero la conversación acaba quitándole capas hasta convertirla en una persona que tacha los días hasta ese 19 de diciembre que le permitirá apuntarse a clases de teatro, matricularse en la Universitat Popular y, por qué no, ir al cine por dos euros. Hasta entonces seguirá como toda la vida, rodeada de rollos de cuerda, hilos de colores, cintas. Siempre, desde 2002, viendo el olivo detrás de un modesto mostrador hecho de chapa de madera con un metro pegado encima para calcular los metros de cuerda y cordeles que se venden allí desde mucho antes. Cordelería Pitarch abrió en 1955, pero primero, desde 1940, ya había en ese bajo una tienda de cuerdas que era propiedad de un hombre llamado Jaime Cebriá. El dueño actual es José Pitarch, jubilado pero activo, que mantiene una fábrica en el polígono de Fuente del Jarro pero que ya nunca pasa por el número 131 de Guillem de Castro.

- Foto: KIKE TABERNER
El comercio apenas se ha tocado en décadas y mantiene las paredes amarillas y los techos blancos y altísimos. En la fachada resiste, casi una reliquia, el toldo verde con el nombre en letras blancas de Pitarch Cordelería y un número de teléfono al que todavía no se le había añadido el prefijo 96. El suelo es de baldosas antiquísimas. Un monumento al pasado.
Lola tiene 64 años y el 19 de diciembre cumple los 65. El día de su cumpleaños se jubila. Ni un día más ni un día menos. “Ya tengo ganas. Me apetece disfrutar de la vida ahora que todavía estoy bien físicamente”. Hasta entonces sigue atendiendo a los clientes que buscan cuerdas para lo que se usan ahora, en el siglo XXI, las cuerdas. “Hay muchas cosas de decoración que se hacen con cuerdas. Ahora se venden cuerdas para persianas, para tender, para saltar, para colgar cosas, para decoración… Aquí vienen también pirotécnicos, encuadernadores, tapiceros…

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El macramé está en auge. Y también se puso de moda el ganchillo grueso, las cestas, los bolsos… Se hacen muchísimas cosas. Pulseras, colgantes, atrapasueños, las bolitas de llavero, que ya son todo un clásico y no pasan de moda. O las pulseras de nudo corredero”.
Hija y nieta de cordeleros
Al final Lola lleva 24 años en Guillem de Castro y cerca de 40 trabajando. Ella nació en València y siempre vivió en el casco histórico. Primero en el número 11 de la calle Caballeros. Allí, en la planta baja, su abuelo abrió una cordelería en los años 40.
José Albert montó esta tienda después de la Guerra Civil. El abuelo de Lola tenía una taller de carpintería en Godella y luego él y su mujer, que era de Canyamelar, montaron el negocio en la esquina de Caballeros con Juristas. Cuando se jubiló, lo dejó a nombre de su hija, Lola Albert, aun que el negocio lo llevaba su marido, Antonio Muñoz, que había sido Policía Nacional hasta que se hartó y se metió a vender cuerdas. El problema es que la finca estaba en mal estado y la familia, primero, se mudó, y luego cerró la cordelería.

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El padre nunca le dejó a Lola trabajar en Cordelería Albert, pero ella era la única de los cinco hermanos que sentía algo por ese oficio y con 14 años se puso a trabajar en una tienda de género de punto que había en la plaza del Negrito . Después estuvo un tiempo sin trabajar y, pasados unos años, cuando encontró un local “pequeño y viejecito en la calle Serranos”, cumplió su sueño de seguir la tradición familiar. A los seis años cerró por el mismo motivo que sus padres: el edificio se venía abajo. “En ese momento coincidió que murió el padre del jefe de esta cordelería y necesitaban a una dependienta. Me ofrecieron trabajar aquí porque yo ya conocía el material, aunque había cosas que no porque cada uno tenía un mercado diferente. Mi padre vendía muchas cosas para manualidades y macramé y labores que se hacían entonces, y mis jefes se habían especializado en productos para agricultura”.
Lola entró en la tienda de la calle Guillem de Castro en 2002 y bajará la persiana en 2025. En total, 23 años defendiendo el negocio de los Pitarch. La tienda mantiene el aspecto de un comercio antiguo. Allí no hay luces de neón ni colores en tono pastel. En la cordelería no hay nada impostado: cuerdas, tela de saco, espardenyes de careta… Nada ha cambiado mientras, alrededor, todo cambiaba. “En el Carmen ya no queda nada de lo que yo conocí. Y aquí, en Extramurs, está todo plagado de apartamentos turísticos. Hay unos en la calle Túria que parecen una cárcel. No sé qué montarán aquí, pero sí que me da pena que se pierda un negocio tan auténtico como este que, además, es la última cordelería que queda en València”.

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Lola no tiene hijos, aunque ella cree que tampoco hubieran querido continuar con un horario tan sacrificado: de lunes a sábado a mediodía en unos pocos metros cuadrados. “En una tienda pequeña ya no quiere estar nadie. Este empleo tiene mucho de vocacional: te ha de gustar atender a la gente, saber asesorar de lo que tienes, tener paciencia…”.
En menos de tres meses desaparecerá la tienda y Lola recogerá sus cosas. Los regalos de los clientes, como un caballo alado hecho de papel, una brujita, una muñeca y una botella con una vela dentro que reposan en un estante. También tiene una cestita hecha con cuerda de pita y otra con hilo de rafia. Y un aparato reproductor de música al lado de una columna de cedés donde no parece faltar ninguno de la discografía de Luz Casal. “Me encanta. También tengo Bisbal, música clásica y de todo un poco. Menos el reguetón, que no me gusta…”. Son sus recuerdos, recuerdos del pasado, recuerdos de una ciudad, València, que, poco a poco, mes a mes, va perdiendo su identidad para venderse a los mismo negocios que hay en todas las ciudades del mundo. Y cada negocio histórico que cae es como si muriera uno de esos pocos ejemplares de oso pardo que quedan en los Pirineos. Nadie lo repondrá y ya solo existirá en la memoria de unos pocos vecinos.