València

El Callejero

Lola lleva 45 años viendo la mascletà desde una floristería

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Media hora antes de la mascletà, Lola y su hija se abren un par de latas de Alhambra y sirven unos cacahuetes fritos en un plato. Es el aperitivo mientras miles de valencianos abarrotan la plaza del Ayuntamiento y las calles de alrededor a la espera de que empiece la mascletà. Ellas dos son de las pocas que esperan sin apreturas. Ellas están en una especie de palco Vip a un par de metros del ‘corralito’ donde explotarán los petardos de Pirotecnia Crespo. Muy pocos -policía, bomberos, pirotécnicos y fotógrafos- están tan cerca de los fuegos.

 

Lola es la dueña de Flores Paula, una de las floristerías que hay en la plaza del Ayuntamiento. Esta mujer de 63 años solo lleva cinco como propietaria, pero su vida la ha pasado en la plaza rodeada de flores. Su primer trabajo fue a los 14 en otra floristería que estaba en el costado opuesto, debajo del Ayuntamiento. Ella y su familia son de Albacete. Su padre trabajaba de albañil y alimentaba a una familia de siete que cuidaba su mujer. Un invierno muy frío y sin trabajo, sin dinero con el que alimentar siete bocas, la familia decidió mudarse a Castellón para que el hombre trabajara en la construcción de la autovía A-7. Allí pasaron año y medio y después ya se trasladaron a València.

 

Eran tantos que a Lola Rodas no le quedó otra que ponerse a trabajar con 14 años, y por eso, en 1977, entró en Flores Ferriol, que era del hermano del dueño del concesionario Citroën Ferriol. En aquella época, en los 70, la plaza del Caudillo, que es como se llamaba entonces, tenía 21 puestos de flores. La necesidad arruinó su deseo de estudiar Enfermería, y desde los 14 años hasta ahora, a los 63, Lola no ha conocido otro oficio. “Al principio era diferente. Éramos muchos y encima hacíamos muchas cosas en común. A mí me contaban historias de cuando estaban abajo y hacían comidas todos juntos. Ahora nos sentamos en la acera y tomamos café juntas”.

Lola se pasó media vida en Ferriol, hasta el año 2000. De ahí pasó a otra floristería, la de Adela, donde se tiró otros 20 años. Y en 2020, el año de la pandemia, su amiga Paula se iba a jubilar y le propuso quedarse el kiosco. “Hicimos la petición al Ayuntamiento, lo aprobó y aquí empecé como autónoma el año de la pandemia. Como Paula era mi amigo y la clientela ya estaba habituada al nombre, decidí dejarlo como Flores Paula”.

 

Doce metros cuadrados

 

Ahora, 48 años después de cortar sus primeras flores, Lola Rodas apura sus últimos tres años junto a su hija, Eva, que estudió Derecho y Comercio Internacional, trabajó en el puerto y se hartó. Ahora quiere heredar el negocio de su madre y va haciendo todas las titulaciones que Lola no tiene. A la jefa, que se da un aire moderno con el pelo corto tintado de rubio y unas llamativas gafas de pasta, se le ve a gusto al lado de su hija, que parece más tímida.

 

A Lola se le van los pies cuando empiezan a sonar los pasodobles en la plaza. Le gusta el ambiente fallero, aunque le corta el negocio durante las horas centrales del mediodía. No le compensa cerrar y tener que recoger todo y volver a sacarlo. “Que eso te deja la espalda baldada”. Así que ella y su hija, se meten en el kiosco y disfrutan allí dentro de la mascletà. Es una experiencia. Estar ahí mientras explotan kilos y kilos de pólvora es algo que no se olvida. Una vivencia intensa dentro de un habitáculos de 12 metros cuadrados que vibran ante la violencia de las explosiones. Unas mascletà a la vieja usanza, cuando viejos y jóvenes se agarraban a la verja que delimita la zona de fuegos, y que abrían la boca para que no les explotaran los tímpanos mientras vibraba el pecho y todo era emoción y felicidad. También inseguridad, por eso se acabó, se estableció un perímetro de seguridad y lo de vivir la mascletà tan de cerca quedó para unos pocos profesionales de las flores como Lola.

 

Eva, que tiene 34 años, disfruta de la mascletà pero prefiere hacerlos con unas cascos para proteger sus oídos. Eva cuenta que le gusta el negocio de las flores, aunque, además de vender, les toca hacer de oficina de objetos perdidos y hasta de guía turística. “Aquí nos traen lo que pierde la gente y también pasan los turistas y nos preguntan dónde puede ir o cómo se llega a la plaza de la Virgen, como si fuera nuestra obligación”.

 

Durante la mascletà, Eva se pone los auriculares y se sienta en una de esas sillas de tela mientras su madre, al lado, apoya los brazos en una mesa y se asoma por una de las cristaleras de los lados para ver los disparos. Por fuera caen chispas y los restos de las carcasas mientras un helicóptero sobrevuela la plaza en el único día de sol radiante y 22 grados a las dos de la tarde. Antes han retirado las flores blancas, para que no se manchen, y han recogido los toldos para que no se quemen. Al lado queda un pequeño contenedor donde alguien ha intentado arrancar una pegatina que pide la dimisión de Mazón, ausente un día más en el balcón del Ayuntamiento. Por detrás, el cordón de vallas amarillas, una farola, un micrófono de la tele, una Fenwick al lado de varios palés cargados con sacos de arena y la mugre de varios días sin barrer.

 

Lo bueno, lo malo y lo regular

 

Al lado hay otra caseta donde tienen un aseo los dueños de las floristerías. “Eso es relativamente reciente. Antiguamente, según en el lado de la plaza en el que estuvieses, tenías que ir a la cafetería más cercana: a Balanza, a Noel, a Barrachina… Pero esto más rápido y más cómodo, la verdad”. Lola dice que estar en el cogollo de la ciudad tienen sus ventajas y sus inconvenientes. “Aquí no te aburres. Aquí lo tienes todo: lo bueno, lo malo y lo regular. Las Fallas te cortan la venta a las 11, pero es lo que hay.

 

  • Foto: KIKE TABERNER

Lo bueno es que estás en el centro de València y es un zona de mucho paso. No es como una tienda de barrio, aquí no dependes del cliente habitual, que lo tenemos, pero vendes más del paso”. Además de los 12 metros cuadrados donde dejan sus cosas y donde tienen un rincón con una pequeña nevera, un microondas y un fuego, disponen de otros 15 metros cuadrados fuera, alrededor de la caseta, para exponer sus flores. Ahora, en pleno mes de marzo, es temporada de tulipanes, lirios, alelí, rosas, claveles, francesillas, margaritas…

 

La mayoría de las flores vienen de Países Bajos, pero a Lola le gusta también tener producto del terreno. “Me gusta trabajar con pequeños productores locales. Antes había más productores, pero cada vez hay menos”. Los tiempos cambian y València parece que esté dejando de ser la tierra de las flores, de la luz y del amor. A cambio, la mascletà es más segura. En aquellos años con el gentío arracimado en primera fila, el público, metido a presión, acababa reventando los cristales de las floristerías y luego tenía que ir el pirotécnico y pagar el desperfecto.

 

“Todas las Fallas caían cuatro o cinco cristales. Un año, un domingo, explotaron varias carcasas y se hundió hasta el techo, pero, por suerte, yo ese día no estaba. Ahora los cristales son de seguridad y aquí seguimos la mascletà con mucha tranquilidad. Aunque hay días, como el de Reyes, que tela. Pusieron el final justo detrás nuestro y madre mía… A mi hija se le pusieron los pelos de punta. Pero ahora hay mucho más control que antes”.

La mascletà ya está en marcha y es imposible no sentir cierta sensación de agobio al ver y escuchar que el fuego se va acercando poco a poco. Cada ristra de petardos explota más cerca y cada vez es más abundante la lluvia de restos de las explosiones.

 

  • Foto: KIKE TABERNER

 

Alrededor todo el mundo mira con expectación. Las calles están atiborradas de gente y los balcones de los edificios recuerdan a los Sanfermines. Si allí cobran hasta 100 o 150 euros por ver el espectáculo pirotécnico, un par de cervezas y un plato de paella, ¿cuánto podría cobrar Lola por ver la mascletà en su kiosco? Un dineral, sin duda. Aunque perdería el encanto diario de estar ellas dos a solas rodeadas de ‘masclets’ y plátanos de sombra demasiado mustios.

 

La traca final suena estridente, la gente grita y Lola y su hija mueven la mano para explicar sin palabras la barbaridad que se siente dentro de la floristería. Con la plaza todavía humeante, la gente salta las vallas y corre hacia a verja para aplaudir al pirotécnico. Lola, mientras, abre los toldos y se queda expectante para que arrasen con sus ramos de flores. “La de ayer fue más bonita, tuvo más ritmo”, cuenta justo en el momento en el que una chica, vestida con un forro polar con el escudo y el nombre de la Falla El Grill, de Benicarló, le pida unas flores. No hay tiempo para la despedida. Lola y Eva ya están cortando unos tallos mientras los clientes espera en la puerta del kiosco que ha resistido, un día más, un año más, otra mascletà.

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