València

El Callejero

Marcos trabaja entre columnas de libros

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Miranfú, cuenta Marcos Ferrús, es una palabra que se inventa la niña protagonista de ‘Caperucita en Manhattan’, la novela de Carmen Martín Gaite, y que significa que algo genial va a ocurrir. Quizá por eso, este hombre de 47 abrió una librería de viejo hace nueve años, porque pensaba que algo genial le iba a ocurrir al inaugurar en diciembre de 2015 la Librería Miranfú. Ahora, pasado un tiempo prudencial, le hace gracia recordar que entonces pensaba que iba a tener bastante con 6.000 libros. Un volumen bibliográfico que fue atesorando durante todo un año. Ahora, rodeado por innumerables columnas de libros, contempla su colección de 20.000 ó 25.000 ejemplares y se sonríe.

 

No para de entrar gente y cada vez que alguien quiere pasar, hay que moverse y colarse por los pasillos que se forman entre los pilares de libros. Tótems literarios que parecen un caos, pero que están perfectamente ordenados en la cabeza de Marcos. Es imposible resistir la tentación de ponerlo a prueba y a la pregunta de dónde está ‘La regenta’, el librero responde en un segundo señalando hacia la parte de abajo de una estantería. Y sí, en efecto, ahí hay un ejemplar de este clásico de la literatura española.

 

Marcos no se ha hecho rico con los libros, pero, a cambio, se considera una persona feliz, y eso, dice, en realidad sí que supone que le ha pasado algo genial. Tampoco tiene mucha alternativa y se lamenta que, a sus 47 años, ya nadie te quiere contratar. Su último empleo fue como traductor. Pero su trabajo no consistía en traducir al castellano las obras completas de William Shakespeare o Charles Dickens sino algo totalmente inesperado: las instrucciones de los juguetes que venían en inglés. Así, durante cinco años, entre 2010 y 2015, Marcos Ferrús se dedicó a escribir en español las instrucciones de los Transformers o Mi pequeño pony.

 

 

Un día, harto de este trabajo, le surgió la oportunidad de quedarse esa planta baja en el número 23 de la calle Centelles, donde acababa de cerrar una tienda de guitarras, y montar una librería. Él y su mujer, Ana, una profesora de instituto, decidieron tirar para adelante y se lanzaron. “Esto fue un ‘pensat i fet’. En un periodo de un año nos vino las ganas de hacerlo, a mí y a mi mujer, me puse a comprar libros como un loco y al año ya teníamos suficiente para abrir. El día que abrimos teníamos 6.000 libros, y esto aún estaba vacío. Ahora es una animalada”.

 

Los aciertos literarios

Marcos se sabe manejar en medio de esa “animalada”. Ya ha demostrado que conoce dónde está cada libro, y si duda, siempre le quedan las hojas de Excel donde anota cada título que entra en su jungla de papel. Ese es ahora su mundo. Atrás quedan muchos años dando tumbos. Porque él estudió Filología Inglesa y después de unos pocos años de docencia se dio cuenta de que no soportaba a los adolescentes. “Y para ser mal profesor, mejor no serlo”. Así que se dejó las academias de inglés y se puso a trabajar como mozo de almacén en una ‘boutique’. Luego ya llegó su empleo como traductor.

 

Hubo más trabajos temporales, incluido su paso por la planta de Coca-Cola, donde su padre estaba como capataz. “Mis padres, los pobres, no pudieron estudiar por la situación familiar de cada uno, pero nos animaron a hacerlo a mis dos hermanos y a mí”. Eran tres hermanos, pero poco después del accidente de Chernóbil (el 26 de abril de 1986 explotó el reactor número 4 de esta central nuclear situada al norte de Ucrania, cuando aún pertenecía a la Unión Soviética) sus padres decidieron adoptar a un niño ucraniano de 11 años que vivía en un orfanato. “Yo ya tenía 25 cuando llegó a casa y ahora es uno más de la familia”.

 

 

En su casa no faltaron libros. Marcos se aficionó a la lectura de pequeño, pero le cogió tirria a la literatura en el instituto. “Nos hacían leer unos libros muy chungos, unos bodrios de literatura juvenil, y aborrecí la lectura”. Su suerte cambió el último año, en COU -el equivalente de entonces a segundo de Bachiller-, gracias a uno de esos profesores con la capacidad de influir en tu vida. El suyo, el profesor de Lengua y Literatura, se llamaba Ángel Sorní y le devolvió el gusto por la lectura con títulos mucho mejor seleccionados. “Nos animó a leer ‘Luces de bohemia’, de Ramón de Valle-Inclán, o ‘La busca’, de Pío Baroja, libros que yo nunca hubiera elegido, pero que me gustaron y me hicieron coger carrerilla. Luego, en la carrera, como era Filología Inglesa, ya cogí los clásicos ingleses y estadounidenses”.

 

Un vecino pasa y recoge un paquete que le había dejado a buen recaudo entre las cajas. Marcos dice que no solo es librero, que a veces le toca incluso hacer de psicólogo. “La gente me cuenta su vida y sus problemas. Me cuentan historias que darían para un libro. Hay vidas muy interesantes y muy literarias. Aunque no entiendo por qué me las cuentan a mí”. Pero es lo que tiene pasarse tantas horas expuesto al público. Desde el martes hasta el sábado a mediodía. Tantas horas en Miranfú han arruinado su vida como lector. “Desde que abrí esto, leo poquísimo. Aquí no puedo, así que solo leo por la noche, y cuando llevo tres páginas… A mí, ahora, un libro me dura un mes”. Mucho más respeto le infunde la escritura. Tanto que nunca ha cedido a la tentación de hacerse escritor.

 

Lo que no se vende

Lo suyo es vender los libros, no escribirlos. Y para eso buscó un local en Ruzafa, por donde pasan muchos turistas y mucha gente. “En mi barrio, en Jardín de Ayora, me hubiera muerto del asco. Ahora vendo a gente que viene de paso, pero también tengo mi clientela en el barrio, sobre todo de gente que viene a comprar los libros que les piden en el instituto”. Le da para vivir sin alardes. “Cuando abrí, iluso de mí, yo pensaba que se iba a vender más. Incluso hubo un momento, cuando llevaba un año, que tenía problemas para conseguir libros. A partir del segundo año, y sobre todo después de la pandemia, ya fue avalancha”.

 

Marcos explica que su principal problema como librero es que casi todos los títulos le parecen interesantes. “Cojo cosas que luego no vendo, pero es que me parecen interesantes. Ahora, si alguien vacía su biblioteca y me la trae, tengo que hacer una selección. Hay libros que no cojo porque sé que no se vende. ‘El Código Da Vinci' se lo ha leído todo el mundo, han visto la peli y ya nadie lo quiere. Lo tengo 80 veces y no lo vendo. En nueve años he vendido cinco. Lo mismo me pasa con autores que vendieron mucho en su momento, como Terenci Moix o Antonio Gala, y que ya no se venden. No hay forma de venderlos y ya no los cojo, pero eso lo he aprendido a fuerza de comerme muchos libros”.

 

Marcos sonríe mucho y parece un tipo bastante empático. Después de un rato de charla, uno empieza a entender que la gente acabe contándole su vida o confesándole sus miserias. Lo más llamativo de él es su larga melena. Cuando entra un cliente, le invita a curiosear sin límite. Ya son muchos años en el oficio y sabe que para vender hay que darle tiempo al visitante para que busque con calma hasta que encuentre el título que le seduce.

La elección casi nunca suele ser un clásico de la literatura. “Se venden muy pocos. Los españoles ya los tienen del colegio y muchas veces, como los han leído obligados, les tienen tirria. Y los de toda la vida extranjeros, se vende alguno, pero no mucho. Lo que más se vende es mucha novela negra y la narrativa con más éxito: Julia Navarro, Isabel Allende, cosas así. Ahora me piden mucho Posteguillo, pero no me traen. Solo tengo uno en toda la librería”.

 

 

Últimamente ha detectado que también le piden muchas distopías: ‘1984’, de George Orwell, ‘Fahrenheit 451’, de Ray Bradbury, o ‘Un mundo feliz’, de Aldous Huxley. “Debe ser que estamos viviendo en una distopía”. Lo que él no vive es en la utopía de mantener sus decenas de miles de libros en orden. “Yo lo intento ordenar, pero la gente busca y, lógicamente, lo desordena”. A casi todos los clientes les llama la atención que los libros apenas dejen espacio para circular por el comercio. El problema es cuando entran cinco o seis compradores a la vez. Entonces reina el caos y todos tienen que hacer contorsionismo entre las torres de libros para poder cruzarse unos con otros.

 

Marcos asegura que no podrían vivir de sus ganancias con Miranfú. La venta de libros no daría para él, su mujer y Elisa, su hija de 13 años. El sueldo de profesora de Ana es indispensable en la economía familiar. La adolescente ha heredado la afición por la lectura, pero en este momento de su vida prefiere el cómic a la novela convencional. “Da igual. Lo importante es que lea. Seguro que del cómic acaba pasando a los libros”. Lo que sí tiene claro es que no hay libros mejores que otros. El mejor libro es el que le gusta al lector. Marcos cuenta que muchas veces llegan clientes avergonzados por pedir un título de literatura romántica. “Pero no pasa nada. Nunca sabes lo que te puede aportar un libro. Todos hemos leído cosas chungas y nos han gustado. No hay que avergonzarse de nada. A mí me gustan las películas de Cazafantasmas, y son malísimas, pero no pasa nada”.

 

Ahora entra una mujer y pregunta por los libros de cocina. Marcos le señala una pequeña torre que hay tras él y anima a su clienta a que curiosee sin prisas. Luego casi se olvida de que está allí y, pasados 15 o 20 minutos, la mujer le reclama con un libro de recetas en la mano.

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