L’Avinguda de l’Horta, en Picanya, se da un aire a barrio residencial elegante de alguna gran ciudad. A un lado, las casas unifamiliares de color verde que resplandecen bajo un sol que, en València, más que primaveral, ya parece de Fallas. En cuanto la retina de los valencianos detecta este cambio en la intensidad de la luz, se les escapa una sonrisilla. Y en Picanya, a pesar de todo lo que han pasado, y están pasando, esta mañana la gente aparenta estar feliz y sonriente. Los padres salen del colegio con los niños y las aceras están llenas de coches recién estrenados. Un mundo de luz que es falso. La verdad está por dentro. La oscuridad y el dolor aún siguen bajo la carcasa de cordialidad de una gente que necesita poner buena cara pero que en cuanto se hace de noche desaparece de las calles y se encierra en sus casas. Luego se echan a dormir y vuelven las pesadillas y los desvelos en mitad de la noche. Esa es la cruda realidad, pero no se ve.
Soraya Soler acarrea una enigmática media sonrisa. Esta mujer de 44 años ofrece un rostro amable, pero también esconde lo suyo. La Sala de Estar, su negocio, donde da clases de yoga, es un coqueto salón diáfano con una chimenea falsa al fondo donde parece que ardan unos leños. La planta baja está recién pintada a dos colores. Parece un capricho decorativo, pero, en realidad, es un guiño a la Dana. La parte de abajo se eleva hasta la misma altura que alcanzó el agua por fuera la noche del 29 de octubre. Nada es lo que parece en estos pueblos traumatizados por la tragedia.
Soraya ahora es monitora de yoga, pero durante quince años fue un tiburón de las finanzas en Decathlon con una vida entre València y Madrid. Hasta que una mañana, con 33 años, se levantó, fue al cuarto de baño, se miró al espejo y no se reconoció. La mujer del cristal era otra. No era ella. “Fue muy bestia. Se me empezó a dormir toda la parte derecha del cuerpo. Entonces llamé a mi marido y me llevó al hospital. Se pensaban que tenía un ictus, pero era por el estrés. Yo ya me quedé mosca porque le había visto las orejas al lobo. Y decidí parar”.
La economista aguantó un tiempo más frente a las hojas de cálculo, pero, mientras, iba preparándose una salida. Al yoga llegó por recomendación de Rubén, su marido. A Soraya le gustaba correr, pero se apuntó y se enamoró de las clases de su profesora en Aldaia. Tanto le gustó que decidió formarse como monitora y, a la vez, hacer un máster en Psicología. Cuando estuvo lista, en 2014, dejó Decathlon y montó su negocio en un apartamento de Poeta Querol, en el centro de València. “La vida son ciclos y me apetecía vivir de un modo más tranquilo”.
El 29 de octubre, cerró
En 2020 llegaron la pandemia y las clases ‘online’. Después, cansada por todo lo que trajo la covid a nuestras vidas, Soraya empezó a sentir cierto rechazo a tener que coger el coche o el metro cada día. “Así que decidí hacerme la vida más fácil aún y, en 2021, pasé el centro a Picanya, al lado de mi casa”. Aquello aún está reciente en su memoria. Aún no había amortizado su inversión cuando el barranco del Poyo les mandó ese devastador torrente de agua, cañas y coches.
Soraya no fue de las que ignoró las alertas. Ella vio el panorama por la mañana y decidió cerrar su negocio. “Supongo que todos sabíamos que algo raro estaba pasando. También decidí no llevar a mi hija al colegio. Envié un mensaje a todo el equipo y les dije que cerrábamos bajo mi responsabilidad. Nadie lo entendía porque no llovía…”. A las siete de la tarde recibió una llamada de sus padres, alarmados por un vecino que iba gritando que sacaran los coches. Soraya fue a su centro de yoga y bajó las persianas. Luego se acercó al barranco y un hombre le informó de que estaba desbordándose. Soraya volvió a casa cargada de desasosiego porque ellos y la niña, de ocho años, viven en una planta baja. Ya en casa vio una ola que entraba con fuerza en la plaza donde viven.

- Foto: KIKE TABERNER
Soraya cogió a su hija, Alejandra, y le dijo que metiera en una mochila todo lo que necesitara. Luego la agarró bien fuerte de la mano y salió a la calle con la idea de cruzar al otro de lado de la plaza y subir al tercer piso, donde vivía una amiga. Su marido no pudo entrar en el pueblo porque ya habían empezado a caerse los puentes. El mundo se venía abajo y Soraya tiraba de su hija en busca de un lugar seguro.
Los coches ya estaban flotando y la corriente arrasaba con todo. El agua ya casi superaba la altura de Alejandra. “La plaza era una ratonera y el agua entraba por todos lados. Vi a una vecina que también se llama Soraya y le pedí si podía subirme a su casa; me dijo que por supuesto. Se ha hablado mucho de la solidaridad de fuera, pero esa noche ya hubo una solidaridad vecinal y comunal bestial”.
Alejandra acabó durmiéndose, pero Soraya, que no sabía nada de su marido ni de sus padres, no pegó ni ojo. Ahora, tres meses y medio después, le cuesta recordar con precisión todo lo que vivió. Como se hizo de noche tan pronto, perdió la noción del tiempo. Todo fue oscuro. Todo fue tenebroso. Todo dio mucho miedo. Al día siguiente, la niña le dijo que le había hecho una herida en la mano. “Ella se acuerda de cosas que yo no recuerdo. La niña estaba consciente y yo estaba en modo salvación. Ella dice que no tenía miedo porque estaba conmigo, y a mí me pasaba lo contrario: yo tenía miedo porque iba con ella y pensaba que iba a pasar lo peor. Ella lo vivió como una aventura, pero ahora dice que no va a tener coche y que nunca va a vivir en una planta baja”.
Esos son los miedos que no se ven, los temores que nadie percibe en los días soleados.
“Mañana será mejor que hoy”
A las siete de la mañana, Soraya bajó a la calle. Ahora le llama la atención que saliera pensando que todo iba a estar perfecto, como si un tsunami no hubiera barrido Picanya entero. Llevó a su hija a la casa de su amiga y de ahí se fue a ver su negocio. Aunque primero tuvo que reaccionar. Porque antes de eso se quedó paralizada en mitad de la calle. “No me lo podía creer. Ahí estaba yo rodeada de montañas de coches, barro por todos lados, y zombis. La gente caminaba con la mirada perdida. Era todo desolador”.
Cuando llegó a su estudio vio que las persianas habían aguantado -hoy todavía conservan algo de barro por la cara de dentro-. Allí se encontró a un vecino que le ayudó a levantarlas. “Cuando entré, no me lo podía creer. Estaba todo arrasado. Todo lo que tenía estaba flotando sobre el fango”. Se quedó horrorizada. Hasta que el hombre, que había estado observándola, le pegó un grito. “Sal de ahí, que ya no puedes hacer nada”. Soraya estaba hundida. Después de luchar por un cambio en su vida, sentía que lo había perdido para siempre. Pero aquel hombre, del que nunca supo su nombre, le soltó una frase lapidaria: “Mañana será mejor que hoy”. Un comentario que Soraya recordó todos los días que estuvo reconstruyendo su negocio hasta que logró volver a abrir el 13 de enero.
De Sala de Estar se fue a casa de sus padres. Un recorrido de 20 minutos que le llevó hora y media. El paisaje era deprimente. Los vagones del metro tirados ahí en medio de un terraplén. Ya no existían las vías. Los teléfonos sin cobertura. En un lugar, de repente, estampado contra un árbol al lado de las vías, se encontró su coche. Ni lo abrió. “En ese momento solo quería ver a mis padres vivos”. Soraya estaba rodeada por el horror. La gente iba desorientada. En silencio. Una amiga logró conectar con ella en una zona concreta y días después le explicó que, cuando le pedía que le contara lo que veía, solo era capaz de repetir una frase: “Esto es una guerra, esto es una guerra”.

- Foto: KIKE TABERNER
Pero aún podía ser peor. Hasta ese momento, Soraya no había pensado en las vidas que ese desastre debería haber causado. Ese pensamiento llegó cuando su hermana la llamó llorando y le dijo que un amigo había muerto ahogado. “Ahí puse en valor la vida. Hasta entonces no lo había pensado”.
Soraya, como toda la gente de los pueblos del sur, tuvo que tirar hacia adelante. A los dos días entró con 20 vecinos y se tiraron una jornada entera vaciando su planta baja. Luego tuvieron que arrancar el parqué. “Lo hicimos todo nosotros porque aquí no vino nadie…”. Poco a poco fue poniéndolo todo en orden. Ella, por suerte, tenía unos ahorros y pudo costear la reforma. “No sé ni de dónde saqué las fuerzas. Luego llegó la ayuda de Juan Roig y un montón de donaciones. Hasta hace 15 días no tuve un fin de semana libre. Esto ha sido muy duro”.
Las donaciones
La monitora de yoga lo cuenta todo con esa media sonrisa que parece una máscara para defender su pudor. Pero no logra olvidar los primeros días, sin comida ni agua. Aquel momento en el que, ya desesperados, Rubén cogió y dijo que su hija no se iba a morir de sed, que se iba andando a València a por unas garrafas. Cuando volvió, cargado y exhausto, le explicó que en la ciudad no había pasado nada y que la gente estaba tomándose una cerveza en la terraza.
Durante un par de semanas, Soraya se sorprendía abriendo los ojos cada noche a la misma hora. A las cuatro y media. La hora en que aquella noche le entró el mensaje de sus padres diciéndole que estaban bien, que estuviera tranquila. Eso se le pasó pero luego vinieron otros sueños, cuando se despertaba y se preguntaba si, precisamente, todo eso no había sido más que un sueño. Su marido vivía cada noche que el último puente en pie también se derrumbaba. Angustia y más angustia.
Ahora, bajo esta luz cegadora, Soraya quiere pensar que mucha gente será más feliz cuando irrumpa la primavera y los días alarguen. Y sonríe, sincera, cuando cuenta la cantidad de amigos y clientes que le han hecho donaciones para salir adelante. Jamás olvidará, dice, unas chicas de Asturias que eran nietas de un hombre que había nacido en Picanya y que, como también tienen un centro de yoga, se sintieron hermanadas con ella, organizaron un evento y le mandaron una donación cuantiosa. “Eso me marcó y fue muy importante para mí”. O esos compañeros del Decathlon que también se volcaron para ayudarla.

- Foto: KIKE TABERNER
Detalles, gestos, que también le han dejado una enseñanza a Soraya. “Yo he aprendido que las personas nos necesitamos. Este individualismo que la sociedad intenta meternos con calzador no es real. Y nos hemos dado cuenta en esta situación que vivir en comunidad es lo natural y lo que funciona. Con esto nos hemos dado cuenta de que si nos apoyamos en los vecinos y los amigos, todo es mucho más fácil”.
También le gusta vivir atenta a lo que la rodea. Como aquel día que, caminando, se cruzó con dos hombres y pegó la oreja. Uno preguntó: “Com vas?”. Y el otro contestó: “Mentre em puga riure…”. “Esa frase me la quedé porque es una gran verdad: mientras podamos reír”. Soraya, pasadas unas semanas, volvió a encontrarse un día con aquel hombre que estuvo con ella la primera vez que regresó a su centro de yoga. Cuando se vieron, el hombre sonrió, miró a Soraya a los ojos y le hizo una pregunta: “¿A que cada día has estado mejor que el día anterior?”.