Vicente Romero está sentado en la oficina de su escuela de kárate. Un cuartucho angosto lleno de trastos, diplomas y recuerdos. No se mueve de ahí aunque esté a punto de cumplir 80 años. Tiene un almanaque abierto en el que escribe los datos para hacer varios recibos. Un tabique ínfimo y una pequeña cristalera le separan de la sala donde los padres, ociosos, esperan a sus hijos. Al fondo de un pasillo se escuchan los gritos del nuevo maestro, su hijo Vicente, y el de varios niños vestidos con un kimono que componen un rostro serio mientras lanzan un puño contra el aire. Afuera, en la fachada, se mantiene el llamativo dibujo de un karateca que alguien hizo hace décadas y que, más que a las artes marciales, parece recordar a ‘Oliver y Benji’.
Este hombre de 79 años no aparenta la edad que tiene. Quizá sea por los rizos, las patillas largas y el bigote, que parece que vuelve a estar de moda. Aunque al levantarse, renquea un poco. Es el precio a tantos años de deporte. A los saltos en el tatami y a las carreras por el asfalto. Pero se le ve en paz porque uno de sus dos hijos va a hacer posible que el negocio al que consagró su vida siga adelante. La escuela de kárate es historia del barrio, en el Ensanche, al final de la calle Burriana, de València y hasta de España. Porque Vicente Romero abrió la primera escuela de kárate de este país.
Su padre, que era pastelero, tenía un almacén de azúcar que al principio, todavía en la posguerra, era de estraperlo. Vicente estudió Bellas Artes en la Escuela de Artesanos, pero con 17 años, a principios de los 60, se fue a Países Bajos a buscarse la vida. Su hermano ya estaba allí, en Zaandam, donde se puso a trabajar en una fábrica de latas. Aquel viaje le cambió la vida. Un adolescente salía de la España en blanco y negro de la dictadura y se adentraba en un país de colores, melenudos y mucha libertad. “Fue fantástico. Holanda, en aquel momento, era el primer país de Europa en todos los aspectos sociales; estaba muy adelantado. Fueron los mejores años de mi vida”. Cuatro años inolvidables.

- Vicente Romero en su escuela de kárate en València.
- Foto: KIKE TABERNER
Allí, además de descubrir la vida, conoció el kárate. Aquel joven español tenía las tardes libres y las aprovechaba para hacer deporte. Siempre le habían llamado la atención las artes marciales y decidió apuntarse a una escuela. Allí encontró a un sensei llamado Simon van den Nieuwendijk que había viajado varias veces a Japón y que logró cautivarle a través de este arte marcial. Cuando Vicente regresó a España, en 1968, comenzó a dar clases. “Como aquí no existía el kárate, me encaucé por ahí porque había mucha demanda”.
Un deporte clandestino
El problema es que en aquella época el kárate estaba prohibido por el franquismo por considerarlo un deporte peligroso. Vicente trabajaba por las mañanas en el almacén de azúcar de su padre y por las tardes impartía clases de kárate. Tenía 22 años y se comía el mundo. En 1965, en uno de sus viajes de vacaciones a València, hizo una exhibición en un gimnasio de judo que había en la calle Jorge Juan y despertó la curiosidad de mucha gente. Así que el año que volvió, se puso a dar clases en el Tatami Universitario, en la Universidad de Ciencias. “Ahí llegué al primer dan, y ahora soy séptimo dan. Al principio lo hacíamos de extranjis porque estaba prohibido”.
Al cabo de un tiempo, gracias a Juan Antonio Samaranch, que quedó deslumbrado por una demostración de Vicente Romero, el kárate acabó integrándose en la federación de judo, pero los menores de edad necesitaban un certificado de buena conducta para poder practicarlo. Los primeros años estuvo en la universidad. “De vez en cuando, en los años 70, entraban los guerrilleros de Cristo Rey -el brazo armado de la extrema derecha- para arrearnos. Luego, más adelante, también intentaron reventarme el gimnasio y los llevé a juicio. En la calle Salamanca había un pub, Lili Marleen, que eran de José Luis Roberto (de extrema derecha) y a los chavales que salían de aquí se dedicaban a calentarlos. Así que fuimos a por ellos y hubo jaleo… Sacaron pistolas, armas y tuvo que intervenir la policía”.

- Marco de foto en su escuela de kárate.
- Foto: KIKE TABERNER
Vicente habla de los años 80, cuando gran parte del ocio de los jóvenes valencianos se concentraba en las calles del Ensanche, conocido como el barrio de Cánovas, donde se compraban las litronas -botellas de cerveza de un litro- y se las bebían apoyados en los coches. Era una época en la que muchos chavales pertenecían a diferentes tribus urbanas -rockers, mods, skins, punkis…- que a menudo se enzarzaban en las calles o en los bares con cadenas, puños americanos y hasta navajas.
En esa década Vicente ya había abierto su escuela de kárate. Budokwai se fundó en enero de 1970, hace 55 años. La primera de València y de España. Luego se abrió otra en Zaragoza, y después ya vinieron las demás por todo el país. Al principio se nutría de los alumnos que había tenido en la universidad y otros que llegaron del colegio Maristas, muy cerca de allí. Vicente empieza a hacer memoria y a recordar algunos personajes conocidos que han pasado por su centro. “Aquí venía la élite de València, que era la que podía pagar esto. Creo recordar que costaba 500 pesetas”.
Budokwai abrió donde estaba una antigua fábrica de escayola. Al principio arrancó con cerca de 150 alumnos. Vicente seguía estudiando y sacándose diferentes titulaciones. A partir de 1982 ya pudo dejar de trabajar con su padre y dedicarse íntegramente al kárate. Luego vinieron los hijos y a los tres años los encaminó hacia su deporte. Uno sigue como profesor en su escuela y el otro está trabajando en Zaragoza.
El boom de ‘Karate Kid’
En 1984 sucedió algo inesperado. Los cines anunciaron en sus carteleras una película que tuvo un éxito rotundo: ‘Karate Kid’. El protagonista, un adolescente llamado Daniel LaRusso (el actor Ralph Macchio) es acosado y acaba pidiéndole ayuda a un viejo maestro japonés, el señor Miyagi, que le enseña, a través de disciplina, a defenderse mediante el kárate. La película fue un fenómeno social y, de repente, miles de personas quisieron aprender este arte marcial. “Fue un boom y contribuyó mucho a su difusión. Yo lo noté en la escuela y en aquella época llegué a dar clases de diez de la mañana a once de la noche. A las siete de la mañana venían catedráticos de la universidad que no querían que nadie supiera que hacían kárate. O políticos como Rafael Blasco. Menos curas, que yo sepa, por aquí ha pasado de todo. A mí me gustó la película. Hacían mucho mejor kárate que Chuck Norris, que no tenía ni idea”.

- Vicente Romero y sus alumnos de la escuela.
- Foto: KIKE TABERNER
Durante sus años de karateka vivió como un deportista. “Cuidaba la alimentación y e gustaba mucho correr. He corrido tanto que llevo cuatro hierros en cada rodilla, por los maratones. Y como, además, cuando eres joven, estás loco, durante mucho tiempo corrí descalzo. Acabé muy cascado de las rodillas y me tuvieron que operar”.
Hace siete años se jubiló y dejó de practicar su deporte. Vicente siguió como gerente del gimnasio, pero ya sin dar clases. “A mi edad se echan muchas cosas de menos, pero se hace lo que se puede”. Por la puerta entró mucho chulito de barrio, pero el maestro cuenta que estos no aguantan la disciplina del kárate. “Al segundo día que les mandas hacer cien flexiones con los puños, se van y no vuelven. Aquí la filosofía es muy importante. Esto es algo muy serio”.

- Vitrina en la escuela de kárate.
- Foto: KIKE TABERNER
Las artes marciales también le han servido para salir de algún apuro. Vicente recuerda un día que se enzarzó desde el coche con otro que también iba en coche. Se insultaron, pisaron el freno y cuando bajó de su vehículo se vio que venía hacia él un armario de dos metros. “Se me echaba encima y tuve que soltarle una patada en el pecho. Tuve la suerte de darle en el punto porque si me llega a soltar el brazo, me mata. Es lo bueno de las artes marciales, la seguridad que te dan. Aunque yo siempre digo que muchas veces la mejor defensa personal es salir corriendo. La finalidad del kárate no es la violencia”.
Vicente se da por sartisfecho con el séptimo dan y piensa que, por edad, igual hasta le conceden el octavo. En España no hay nadie con el décimo y solo queda uno, un japonés, con el noveno. El maestro se levanta y recorre su escuela. Hay muchas fotografías suyas colgadas de la pared. En unas sale dando un salto enorme y en otras, empuñando una katana. Las espadas se las traen de Japón. Él no ha estado nunca. En un pasillo, en un corcho, están las caras de todos los alumnos suyos que han conseguido el cinturón negro. Son muchos. Se le nota orgulloso después de tantísimo tiempo dedicado al kárate. Un pionero que sigue en pie.