VALÈNCIA. Julian Schnabel nunca se ha caracterizado por firmar biopics convencionales ni arquetípicos. Su visión artística a menudo ha sido considerada irritante y pretenciosa, pero lo cierto es que siempre ha intentado acercarse lo máximo posible al universo de los personajes que ha retratado a lo largo de su carrera desde un punto de vista nada complaciente, rompiendo las reglas de los relatos autobiográficos para sumergirnos en el interior de sus seres y en su complicada relación con el mundo que les ha tocado vivir.
Al fin y al cabo, todos los artistas que ha retratado Schnabel han vivido de alguna manera a espaldas de la sociedad, han sido víctimas de sí mismos, de las circunstancias, pero también del entorno en el que les ha tocado vivir. Están atrapados en su mundo, o se encuentran incomprendidos o estigmatizados, lo cual se impone en sus vidas como una terrible condena.
Después de firmar Basquiat (1996), Antes que anochezca (2000), en torno al poeta cubano Reinaldo Arenas, perseguido por su homosexualidad y La escafandra y la mariposa (2007), también basada en otra historia real, la de Jean-Dominique Bauby, editor de la revista Elle que tras sufrir una embolia quedó totalmente paralizado, ahora le toca el turno a Vincent Van Gogh, otro creador condenado al ostracismo en este caso por sus problemas mentales.
Han sido muchas las aproximaciones a la vida y la obra del pintor posimpresionista, una de las más famosas, la película de Vincent Minnelli El loco del pelo rojo (1956) protagonizada por Kirk Douglas y que le valió a Anthony Quinn el Oscar al Mejor Actor de Reparto por interpretar a Paul Gauguin. Pero también Vincent y Theo (1990), de Robert Altman, sobre la relación entre los dos hermanos que encarnaron Tim Roth y Paul Rhys respectivamente y Van Gogh (1991), de Maurice Pialat, centrada en los últimos sesenta días de vida del artista.
También Schnabel aborda en Van Gogh, a las puertas de la eternidad, esta parte final, algo más amplia, desde su retiro en el sur de Francia, en Arlés, en 1988, hasta su muerte en 1890 de un disparo cuando tenía treinta y siete años. Un periodo que abarca su relación de amistad con Paul Gauguin, la creación de algunas de sus obras paisajísticas más conocidas, entre ellas la serie de Los girasoles, la automutilación del lóbulo de su oreja, su aislamiento en un sanatorio siquiátrico y su traslado a Auvers-sur-Oise, donde falleció precisamente cuando se encontraba en su momento más prolífico.
Pero más allá de detalles biográficos, lo que le interesa al director es sumergirse en la mente del pintor, ahondar en su subjetividad e intentar plasmarla a través de imágenes convulsas y viscerales que nos acercan a la sensibilidad del artista. Así, la cámara de Schnabel se sitúa a menudo a la altura de los ojos de Van Gogh, en un intento de plasmar de qué manera veía el mundo y cómo era capaz de percibirlo y sentirlo a la hora de dibujarlo. Por eso, en muchas secuencias nos introducimos en un auténtico remolino de imágenes que capturan sensaciones, algunas hermosas, como sus encuentros con la naturaleza, en la que el artista se redescubre a sí mismo, otras atormentadas, en las que las voces en su cabeza distorsionan su visión de la realidad hasta casi sumergirlo en una pesadilla.
Así, Van Gogh, a las puertas de la eternidad, tiene mucho de experiencia cinematográfica. Para algunos será cargante, para otros delicada y poética, aunque en todo caso, la forma de rodar de Schnabel tiene mucho de esa esencia alucinatoria, esa visión impresionista del mundo que tenían los cuadros del pintor. El subconsciente toma las riendas del relato y quizás por eso en muchos momentos se vuelve una película sumamente introspectiva en la que se pone de manifiesto la progresiva desconexión del pintor del mundo que le rodeaba hasta casi querer fusionarse con la naturaleza, símbolo de eternidad, de grandeza, único elemento sagrado, como si fuera un símbolo místico.
El director ha trabajado con el mítico guionista Jean-Claude Carrière en la composición del guion y con la diseñadora Louise Kugelberg. A lo largo de la película irán apareciendo muchos de los rostros que han formado parte de la carrera de Schnabel, como Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner, Anne Cosigny o Niels Arestrup, aunque es William Dafoe el que acapara toda la atención gracias a su estupenda interpretación de un Van Gogh tan perdido como trascendente. Por este papel ganó la Copa Volpi en el pasado Festival de Venecia y ha sido nominado al Oscar al Mejor Actor. A través de él y de su personaje, el director intenta explorar los misterios del impulso creativo. La película se configura a modo de febril necesidad de imaginar, de sentir y de crear como única manera de darle sentido a la vida.