La vida es lo que te va pasando mientras te empeñas en hacer otros planes y este plato de Ricard es el ejemplo perfecto
La primera visita a este nuevo (que es el de siempre) Ricard Camarena fue sorprendentemente despreocupada y tranquila: tranquila en el mejor sentido de la palabra y es que yo cada día pienso más como Ignacio Peyró, “casi siempre es mejor la convención que la revolución”; pero sin duda, amigo.
Cenamos en esa maravillosa terraza interior atestada de flores y esperanza, nos bebimos el mundo entero -desde Alsacia hasta Jerez pasando por Chassagne Montrachet- caían hojas sobre la mesa y atardecía despacito al son de los platos y la cadencia de la conversación. Camarena iba y venía, y en una de éstas se nos escapó una confesión: “Ricard, es la vez que menos estamos hablando de comida”. Se alegró muchísimo.
Hablamos de nuestras cosas, la gastronomía solo fue la excusa y nos quedamos de piedra ante este plato hijo de la casualidad: cuando estalló el Covid, y antes de chapar las cocinas, decidieron escabechar una partida de perdices cuyo destino hubiera sido el olvido o las sobras. De aquel gesto un poco improvisado nace este plato inolvidable, hijo de los inesperado; la vida misma, ¿verdad?