Conozco y sigo a Ricard desde aquellos originarios tiempos en los que aún no había llegado nada, ni premios ni reconocimientos en guías, y la excursión a Gandia, a aquel Arrop original, era fruto de chivatazos de conocidos locales, de azares del destino, de una llamada a «¿te vienes?».
Desde entonces mucho ha madurado, mucho se ha afianzado, y ha desarrollado un camino propio, sin referencias a modas o tendencias, ahondando en aquello en lo que cree, en la manera de cocinarlo, en la manera de servirlo y de comunicarlo.
Una cocina sin estridencias, sin tratamientos inmediatos, donde la reflexión sobre el producto, sobre el plato final, tiene una importancia de psicoanálisis sobre el resultado buscado. Aquí hay mucho trabajo previo de maduración, de caldos y fondos, de fermentado, a veces de días, otras de semanas, otras de meses, sobre el producto para, unas veces servirlo como protagonista y otras, como un acento en la frase completa, trabajo de secados con vías alternativas (véanse los cortes de atún curados en algarroba), de macerados. Todo es lo que parece, pero nada es lo que era originariamente.
La anchoa madurada durante cuatro años, partiendo ya de una magnífica anchoa, es una firma indeleble de en lo que allí se cree. ¿Tiene aspecto de anchoa? Totalmente. ¿Sabe a anchoa? Rotundamente. ¿Se sirve de una magnífica lata con juegos de presentaciones y complementos decorativos o sápidos? Absolutamente no. Es La anchoa, de sabor infinito con una larga reflexión detrás para llegar a ella.
Sabores identificables
A veces los circunloquios mentales sobre la evolución de un producto, la alquimia reflexiva y la paciencia de la espera, las amadas raíces de la tradición lugareña condicionan un resultado inabarcable de caminos alternativos, y se aferran firmes a ese camino propio de entender su recetario.
Y sabor, mucho sabor, presente y que no pone antifaz alguno a lo que hay en el plato. La cebolla trufada sabe a cebolla y a trufa, la ensalada templada y melosa con mero y cordero sabe a lo que es, aunque del mero este únicamente el colágeno y las partes grasas de la cabeza (con alguna de esas mollas escondidas) y el jugo de cordero sirva para ligar el total.
Ricard Camarena podría existir sin sus arroces, podría, pero sería incompleto. Arroces vistos siempre a través de un prisma que los dota de una personalidad propia en un escenario inédito de sabores y texturas. Firmemente anclado a la tradición en la gramínea, pero dotándola de aditamentos que la transforman en la presentación y en el sabor final. Desde aquel arroz cocinado en grasa de vaca, de sorpresa gustativa, al más actual de hierbas y kéfir de cabra, en el que el plato es un indudable arroz pero de textura y sabor lejano a la local paella.
Un cocinero, un concepto y un arte reflexivo a seguir en su evolución. Sencilla complejidad.
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Plato destacado → El arroz de hierbas y kéfir de cabra.