Venanci Ferrer vive al lado del Mercado de Rojas Clemente, una zona que podría ser considerada como su territorio. Allí, por esas calles, en lo que se conoce como Extramurs, trabajó como cartero durante 35 años. Hace cuatro se jubiló y se entregó a sus pasiones: la fotografía y la música. Y hasta se ha atrevido a escribir un libro autobiográfico, resuelto con gracia, que ha titulado ‘Memorias a la carta’. El relato de sus cuarenta años de profesión. Desde que alguien le preguntó si quería repartir las cartas en su pueblo, Buñol, hasta su jubilación hace tres años.
El cartero de 63 años elige el bar del mercado para tomar un café y charlar, pero le digo si está loco, si no sabe, que sí sabe, que en media hora eso se va a llenar de gente, fans del almuerzo, que va a mirar mal a dos personas que simplemente están bebiéndose una botella de agua en uno de los templos del ‘esmorzar’ en València. Así que nos vamos a la terraza de enfrente, donde llegan dos hombres mayores que saludan a Venanci y se sientan a fumarse un puro.
Venanci cuenta que su primer destino fue Formentera. En aquella isla, 21 kilómetros de punta a punta, del faro de la Mola al puerto de la Savina, llegó en 1981 y pasó dos meses, dos meses de invierno, en los que se llevó la sorpresa de que las calles no tenían nombre, que cada uno tenía su casa y ya está. Así que iba a Sant Francesc y todo era Can Ximo, Can Pere, Can Conxa, sa peixcatera…
Al oficio llegó de rebote. Su padre tenía un kiosco en Buñol y, como murió muy joven, Venanci se hizo cargo del negocio con su madre y su hermano pequeño. Hasta que un día alguien fue y le preguntó: ¿Quieres trabajar este verano de cartero? Y dijo que sí. Aquel joven no sabía que entraba en una profesión que iba a adorar. Porque Venanci ha sido muy feliz de buzón en buzón.
Después de los dos meses en Formentera, vinieron otros dos en Menorca. El mismo día que llegó a Mahón pidió el traslado. Aquellos meses de marzo y abril los exprimió y por las tardes, cuando acababa su jornada laboral, cogía la Vespa y se iba a recorrer la isla, una isla en la que aún hoy no hay un solo semáforo. Pero en cuanto pudo, cruzó a la península y se instaló en Barcelona. El primer mes lo pasó en el barrio de Horta, pero luego lo trasladaron al distrito 1, al precioso barri Gòtic. La sede de Correos estaba en la plaza de Antonio López, al lado de Via Laietana. “Mu gustó mucho ese barrio”, recuerda con cariño de aquel 1982 en el que España acogió el Mundial de fútbol. El cartero tuvo mucho ojo y eligió para ver un memorable Italia-Brasil en Sarriá, donde tres goles de Paolo Rossi tumbaron a la selección de Zico, Socrates y Falcao.
Aquel joven se hinchó a ver espectáculos en una ciudad que hervía culturalmente. Lo mismo iba a un concierto de Serrat, Lluís Llach o Raimon, la cantautores que tanto le gustaban, como uno de Dire Straits u OMD (Maniobras Orquestales en la Oscuridad). Venanci trabajaba por las mañanas y por las tardes cogía el Renault 5 y se iba de visita. Por la noche regresaba al piso que compartía con varios compañeros. “Un piso costaba 36.000 pesetas y yo ganaba 52.000. Nos metíamos seis en el piso y así pagábamos seis mil cada uno. Yo estaba muy a gusto en Barcelona, pero se hizo una comisión de servicios, que te permitía irte a otro destino sin perder la plaza, y en julio del 83 me fui a Andorra La Vella. Allí estuve hasta febrero del 84. Andorra tiene mucha duplicidad de cosas, como, por ejemplo, compartir Correos y La Poste, el servicio francés de correspondencia. Los primeros meses viví en un camping. Era verano y estaba genial. Fue una experiencia curiosa. Por las tarde me iba a ver unos lagos, una ermita, un monte… Entonces lo único que conocía de Andorra es que la gente iba a comprar allí. Era caro, pero pagaban 29.000 pesetas más por comisión de servicio. Cuando llegó el invierno dejé el camping y me fui a vivir a una pensión porque los pisos eran carísimos”.
De Andorra, cada vez que viajaba a València, salía con el coche lleno de encargos escondidos: tabaco, chocolates, mantequilla… Productos que, como hacía todo el mundo, no declaraba en la frontera de Andorra ni en la frontera de España.
Mucha gente pasa por la calle y le saluda. Se ve que es un hombre muy popular después de tantos años llevándoles la correspondencia. En 33 años tuvo tiempo de sobra de entablar amistad con algunos vecinos y de ganarse el respeto y el aprecio de la mayoría. En esas calles vio cómo se iba transformando el barrio, como aquel día que asistió al cierre de una serrería que llevaba 150 años abierta frente a las Torres de Quart. Primero estuvo en una zona que llamaban el barrio de las puertas porque había muchas carpinterías. Después ya se afianzó en los alrededores de Guillem de Castro. “Desde el Teatro el Micalet hasta casi el IVAM”. Ahí, en Extramurs, estuvo trabajando entre 1984 y 2019.
Nunca quiso volver a su pueblo. Era feliz en València, pero es que, además, sabía que en Buñol sería cartero mañana, tarde y noche. “Yo he disfrutado mucho con mi trabajo. Me considero afortunado. Siempre he estado en la calle y repartiendo a pie, que hubiera podido, después de tantos años, haber pedido algo más cómodo, como una ventanilla o una furgoneta”, aclara Venanci, quien, en realidad, fue bautizado como Venancio. Pero se casó con una mujer de Catarroja y se aficionó al valenciano. No sólo lo aprendió sino que fue sacándose todos los títulos que tenía a su alcance. El último, el de corrector de textos. “En el barrio lo habla mucha gente y dominarlo te da proximidad”.
Siempre le ha gustado llevarse bien con los vecinos. Por eso nunca le gustó la tradición que existía de entregar unas tarjetas den Navidad que, en realidad, eran un pretexto para pedir un aguinaldo. A Venanci le daba mucha vergüenza y no quería hacerlo, pero en Barcelona tenía un compañero que casi le obligó. “¿Cómo te crees que me he pagado yo la televisión o la lavadora?”, le presionaba. Venanci aceptó, pero siempre que fuera su compañero, Cipri, quién diera la cara. Hasta que un día, mientras esperaba en el rellano a que le abrieran la puerta, su compañero le apremió para que probara en la puerta de al lado. El valenciano llamó y salió un hombre que se le puso a llorar diciendo que no tenía ni para comer. Venanci, abochornado, dijo que era la última vez que pedía.
El cartero se conformó con las 53.000 pesetas que cobraba de sueldo en los 80 y renunció a las 10.000 o 12.000 que se podía sacar de extra con aquellas tarjetas que no sólo pasaban los carteros sino también los del butano o los barrenderos. En València ni lo intentó. Aquí formó una familia con su mujer y Pau, su hijo, que es actor de doblaje y cantante en Melomans, un grupo que actúa a capela. A Carmen, su esposa, la conoció en el centro excursionista, donde se aficionó al cicloturismo.
Luego vendría la música y su aprendizaje tardío. “Con 40 años me aficioné a la música y aprendí a tocar el saxofón. En Buñol no pude porque me tuve que hacer cargo del kiosco. En mi casa la afición no se ha transmitido de padres a hijos sino al revés. Mi hijo hizo percusión y luego canto; se apuntó a la banda de Patraix, que era muy pequeñita y muy familiar, y yo tenía un saxo soprano porque empecé a ir al Micalet por hacer algo por las tardes. Estuve yendo a solfeo y me compré una travesera que no llegué a tocar, y luego el saxo soprano, con el que comencé a ir a clases en Patraix. Luego me apunté a la banda, pero me dijeron que lo que necesitaban era un saxo tenor, así que me compré uno y entré en la banda. Luego me apunté a un combo de jazz y cada quince días tocamos. En la pandemia, yo fui uno de los músicos que salió al balcón el día de San José a tocar ‘Paquito el chocolatero’ y ‘Amparito Roca’. “Aunque yo no soy muy virtuoso”.
Durante los cuarenta años que ha estado trabajando de cartero, ha podido ver la evolución de la profesión. “Cuando empecé a repartir lo que dominaban eran las cartas. Luego, en verano, llegaban tacos enormes de postales. Había un montón. Con el teléfono ya empezó a caer el correo en Navidad. Ahora ya sólo quedan cuatro románticos. Yo empecé repartiendo con la cartera, luego con el carro. Ahora hay más paquetería y llevamos un carro para transportarlo todo. Yo he usado el libro de certificados. Luego se pasó a unas hojas que iban dentro de un carpesano. Y después, la PDA”.
Venanci dice que lo más raro que ha llevado ha sido una bicicleta por piezas. Un día llevaba el sillón, otro, el manillar, otro, los pedales… Y que también le ha tocado llevar algún ‘juguete’ erótico. “Yo nunca preguntaba ni decía nada. Hay que ser discreto, aunque un cartero, después de tantos años, ya sabe de qué cojea cada uno…”. La amistad con algunos vecinos ha sido muy grande. A alguno lo despidió en el cementerio. A otros ha ido a verlos a casa cuando se ha enterado de los han operado.
Venanci siente cierta nostalgia por los tiempos en los que la tente se enviaba muchas cartas manuscritas. Una época en la que muchas veces se llevaba una sorpresa. Algunos ponían una dedicatoria en el sobre. “Corre, corre, cartero, que es para la chica que más quiero” o “De soldado a soldado, que pague el Estado”, una broma con la que el remitente pretendía conseguir que el cartero entregara la carta pese a que no llevaba sellos. Su amabilidad a veces tenía premio, como el que le daba una empresa de la calle Sanchis Bergón, donde le entregaban una caja de Navidad como si fuera un empleado más. O las monjas carmelitas que le preparaban un paquete con dulces en el convento. “Hay gente que lo tiene como una tradición”, recuerda.
No para de pasar gente que le saluda. Él responde y a veces hasta les gasta una broma. Venanci es metro y medio de bondad y se nota que los vecinos le tienen aprecio. Al final abre su libro y escribe una dedicatoria en la que insiste en que ha disfrutado mucho de esta profesión. Él ya se ha jubilado pero da la sensación de que Venanci será toda su vida el cartero de Extramurs.