Ya había pensado escribir un artículo aprovechando que se conmemoraban 50 años del golpe de estado en Chile, que arrojó al país a una sanguinaria dictadura militar. En estos pensamientos me encontraba absorta cuando cruzó mi vida un titular que me heló la sangre el 11 de septiembre, donde se ladraba sobre el fracaso de la vía chilena al socialismo. Así. Con un grado de desfachatez en pocas ocasiones presenciado. No entré a leer el cuerpo de la noticia. No obstante, sospecho que no lo decían irónicamente. Y quería empezar manifestando que no soy tan humanista, ni tengo tan buen talante como Allende. Tengo mucho interés en que se abran las grandes alamedas. Y que pase por uno de sus carriles el hombre libre para construir una sociedad mejor. Pero también quiero que se usen como autopistas sin salidas hacia el lado incorrecto de la historia por tremendos indocumentados. El carril central, el equidistante, ya veremos en qué dirección discurre.
Voy a dedicar el artículo a hablar del auténtico fracaso de la vía chilena: el ensayo neoliberal terrorífico de los “Chicago Boys” perpetrado en ese país como zona de ensayo, cuyas nefastas consecuencias se dejan sentir hasta nuestros días. No voy a hacer apología de las políticas marxistas de Allende. Podemos estar más o menos de acuerdo y satisfechos con los resultados (en gran parte determinados por la constante intromisión torticera estadounidense, que es de capítulo inaugural en el libro de las infamias). Lo que no es discutible es que eran las que el pueblo chileno escogió. Las otras, os recuerdo por si acaso estamos un poco confundidos porque muchos cronistas se refieran a Pinochet como “presidente”, se tuvieron que imponer con sangre (mucha sangre).
Se ha denominado a esta circunstancia -el hecho de que tuvieran que ser forzadas sobre la gente- “el pecado original de la Escuela de Chicago”. Es, sin duda, indiciario de la repulsa que causaban en amplias capas sociales por distintos motivos. Y la afirmación no es que me parezca desacertada. Es bastante mala idea castigar al pueblo con políticas (económicas) contrarias a su voluntad: promesa de fracaso y, en cualquier caso, antidemocrático. Pero es que éste no es ni siquiera el gran error de esta escuela. Aunque no se hubieran impuesto en medio de este horror, como de hecho sucedió, porque posteriormente se mantuvieron y profundizaron, de forma más o menos matizada y compensada, por gobiernos democráticos e, incluso, de izquierdas, seguirían siendo perniciosas.
La escuela neoliberal de Chicago ha pasado por varias fases en Chile: desde el absoluto ninguneo hasta una hegemonía política. También ha ido radicalizándose por el camino (con comienzos moderados -desde la perspectiva del actual e incontestado capitalismo en libre mercado- en el proyectado “el Ladrillo” implantado en “el Modelo” hasta las desbocadas políticas que vieron la luz en los años de dictadura), de forma paralela a su capacidad de marcar tendencias económico-políticas auspiciada por un dictador militar, agente de los intereses del bloque norteamericano, causando lo que muy miopemente ha pasado a los anales como “el Milagro de Chile”.
Este Ladrillo y subsiguientes reformas y desarrollo consisten en la implantación a marchas forzadas de un programa económico de libre mercado. Los neoliberales son una escuela que cree, con una fe casi ciega propia de exaltados, que los mecanismos del mercado y la competencia (imaginaria, en el peor caso; imperfecta, en el mejor) satisfacen las necesidades de la gente y el Estado tiene que ser relegado a un rol subsidiario. Se mercantiliza, en consecuencia, absoluta o prácticamente todo: energía, agua, comunicaciones, pensiones, salud, educación, textil, alimentación, metalurgia, el cariño de tu abuela, etc. ¿Por qué? Porque en el mercado se mandan, reciben y desencriptan automáticamente señales que marcan el interés de los ciudadanos o, más bien, consumidores, de forma presuntamente descentralizada, coordinándose naturalmente (ojalá hubiera salido bien el proyecto Cybersync…). Los recursos escasos se distribuyen eficientemente, repartiéndose éstos, a quien más interés tiene en ellos, manifestando el mismo indirectamente por una disposición a pagar un precio más elevado. El epítome de la libertad… Pues no, es el germen de la desigualdad: no se dan a quien más los necesita, sino a quien más los quiere y puede pagar por ellos en un contexto marcado por fuertes desequilibrios de poder. Así de sencillo.
La historia empieza como todo lo bueno: con una colaboración universitaria internacional. La Universidad de Chicago pretendió trabar relaciones académicas con universidades chilenas para formar a los futuros líderes latinoamericanos (altos funcionarios, (consultores) políticos y profesores de universidad) en la escuela de la economía capitalista más talibán de todas. Una estrategia imperialista dulcificada donde, en la batalla ideológica, se controla de forma más o menos sutil, en un marco de Guerra Fría, buscando atraerse países a la causa capitalista. Lo intentan con la universidad pública, obteniendo un resultado infructuoso que no los hace desfallecer, desviando posteriormente su interés hacia la receptiva Católica de Chile. Durante estos años 50 y 60 del siglo pasado, los primeros egresados son tratados como auténticos chalados. Es que hasta los democristianos (Frei y su gente de centro-derecha “de bien”, que luego se convertirían en “de mal” al boicotear al gobierno de Allende y apoyar el golpe) rechazan los programas económicos esbozados porque consideran harto incómodo el extremismo ideológico y las políticas planteadas, que cuadran mal con sus intereses económicos y con la filosofía y contexto Latam, más inspirados en la socialdemocracia noreuropea.
El trienio de Allende había gestado una desagradable hiperinflación, que en 1923 había generado problemitas en el viejo continente. En Chile, en cambio, la población se mantiene firme. Los obreros son conscientes de que ésta se debe, entre otros, a la escasez de bienes y servicios y los esfuerzos estatales por remediar la situación: se había nacionalizado, cumpliendo un programa muy ambicioso, gran parte de mercados esenciales entre un boicot brutal, pagado y dopado por los norteamericanos (con particular impacto del cierre patronal, que no huelga, del transporte, que había paralizado el país, secundado por otras asociaciones gremiales), lo que había catapultado la inflación a niveles prohibitivos y disparado el déficit público, llevando al gobierno a realizar racionamientos de emergencia. Pues incluso ante esta situación de penuria, os recuerdo, el pueblo sigue apoyando al gobierno de Allende. Esta lealtad democrática desencadena la necesidad de un golpe de Estado, donde se impone la doctrina económica del shock. Una implantación ultra-ortodoxa de las tesis neoliberales. Tan graves son las nuevas políticas, que es pacífica la idea de que, en un contexto distinto al de la dictadura, éstas no habrían podido infligirse sobre la población.
Cuando les dan cancha, un poco reticentes aún los militares (porque revertir significa renunciar a controlar las industrias expropiadas por Allende y ya que estaba hecho… por qué no sacar tajada en interés de unos pocos), los dos grandes objetivos son reducir la inflación y corregir el déficit a cualquier costa. Para ello se introduce, a lo bestia y sin miramientos, la economía de mercado y la apertura total del país al comercio internacional, haciéndolo vulnerable a las crisis internacionales: reducción de aranceles, liberalización y desregulación de precios, privatización de las empresas nacionalizadas (con especial mención a dos sectores: la minería de cobre, sector clave de la economía chilena (conocido como “la viga maestra” o “el sueldo de Chile”), copada por empresas americanas expropiadas, algo que había tocado bastante la moral porque, además, el justiprecio les había salido a pagar a las mercantiles; y el sector bancario), como consecuencia de estas medidas, pero a largo plazo, se experimenta un incremento económico considerable.
Las “mejoras” (que lo son si se mira bizco o sólo hacia uno de los Chiles resultantes) durante la época pinochetista son, sin embargo, bastante desalentadoras en sus albores, incluso desde parámetros neoliberales. Pero no parece importar. Se persevera. Y una de las medidas que se adopta en este malvender económico, cuasi alzamiento patrimonial estatal, a saber si deliberadamente (aunque la justificación oficialista es la de que son deficitarias y hay prisa, no por obtener un precio justo, sino por soltar lastre), radica en que lo primero que se privatizan son los bancos y la regulación que se introduce es … (mira sorprendida el guion) ninguna. Esta decisión sobre la secuenciación parece irrelevante porque el orden de las privatizaciones no altera el producto demencial final. Pero he aquí el daño colateral adicional: los grupos que adquieren los bancos se concedieron crédito a sí mismos y utilizaron ese dinero para comprar otras empresas que se vendieron a continuación, forjando imperios en otras ramas de la economía. Inflación sólo de la que a mí me gusta.
No pasa nada, pensaron. La teoría ciega a los matices de la realidad nos cuenta que oligopolizar y concentrar la economía nacional en actores privados no es particularmente problemático en el mercado internacional al que se había abierto Chile, ya que en principio hay competencia externa. Las prácticas abusivas de empresas chilenas son inocuas porque, al existir competencia internacional, se importarían los productos y, como los aranceles se habían triturado, pues circulen que no hay nada que ver aquí. Pero la importación es complicada porque necesita una estructura de distribución, entre otras razones, lo que, casualidades de la vida, hace que terminen importando y revendiendo las mismas empresas que ostentan los medios de producción chilenos. Consecuencia: los márgenes se apropiaban siempre por las mismas personas. ¡Qué descuido!
La letra pequeña de este nuevo “contrato social” es desgarradora: se polariza la riqueza y se extrema la desigualdad, situación que se perpetúa “sorprendentemente” también en democracia. Y éste no es un fallo o deficiencia de funcionamiento del modelo de libre mercado. La desigualdad, que daña a la clase trabajadora, es algo consustancial, que va en su código genético. Y si, además, no viene corregida por políticas sociales (la cacareada igualdad de oportunidades de un capitalismo socialdemócrata), se tiende a extremar.
Y esto no es una consigna vacía. Durante los gobiernos de Concertación que siguieron a la brutal dictadura, periodo horrible en el que no voy a ahondar porque sería demasiado fácil de criticar, se redujo la pobreza en términos absolutos. Esto es cierto y no parece necesario enrocarse aquí. ¿Pero sabéis lo que en ningún caso se consiguió atajar? La desigualdad en el reparto de rentas, con tasas, durante muchos años y que actualmente se mantienen, que situaron al país en un abominable pódium en el ránking mundial. Y resulta, porque esto no es tan evidente, que no es sólo importante tener algo que llevarte a la boca. Es extraordinariamente relevante la posición relativa en términos de renta que se ocupa. Esto es, aunque no seas miserable nivel Oliver Twist, que existan multimillonarios es siempre económicamente pernicioso y políticamente desestabilizador. Y esta desigualdad concienzudamente cincelada en Chile es imposible de erosionar sin Estado redistribuidor que acometa verdaderas reformas (no humillante limosna social) y corrija los fallos del mercado (no tengo que contaros que, por ejemplo, la re-orientación económica y el crecimiento acelerado forzado durante y tras la dictadura ha hecho oídos sordos a todos los problemas medioambientales generados). Sin embargo, admitir estas medidas correctoras, maquillísticas de las profundas brechas de rentas, desnaturalizaría las políticas neoliberales, reconduciéndolas hacia una socialdemocracia más o menos dura.
Esta desigualdad se aprecia también dentro de la propia clase trabajadora. Las políticas neoliberales mejoraron las condiciones de los obreros chilenos en democracia como consecuencia de los incrementos de la productividad, pero estas mejoras no fueron transversales. Sólo repercutieron positivamente en determinados obreros. No los de base precisamente, manteniéndose los salarios reales bajos, y, desde luego, omitiendo el debate sobre las condiciones laborales. El resto (cebándose con especial intensidad en mujeres y comunidades indígenas), empeoraron, entre otras, como consecuencia del desmantelamiento de los sindicatos (durante la dictadura, por supuesto, pero también posteriormente (tras un fugaz repunte inicial), por las exigencias del sector privado, indicando que, quizás, el abandono de sus protectores ideológicos y políticos ha sido más perjudicial que la misma dictadura) y la entrada en un mercado global sin protecciones sociales que amortiguaran el golpe.
La mejora de la economía en el mundo neoliberal exige sacrificios, claro. Pero es que siempre son los mismos mártires y siempre sin compensación. Y la vida es lo que pasa mientras se escucha el mantra repetido machaconamente también por la izquierda “no es el momento” de sacar el debate sobre los problemas de redistribución porque se acaba de salir de una dictadura y la democracia aún es inestable y frágil (nunca es buen momento, ya sabes, para discutir el tema de los pobres). Pero las revueltas de 2019 no son casualidad. Los grandes disturbios en el país, que hay a quien pillaron por sorpresa (¡cómo va a pasar eso en Chile, campeón en Latinoamérica en todo menos en fútbol!), se producen como respuesta a la galopante desigualdad en la distribución y la indignidad a la que este tipo de modelo prorrogado durante más de treinta largos años lanza a la gente. Políticamente conducen a la elección de un nuevo dirigente, Boric, quien ha prometido, con resultados ambiguos, políticas de izquierdas, y una constitución arriesgada que fue rechazada, pero que reconocía compensaciones, entre otros, a los indígenas chilenos, a quienes durante tantas décadas se ha perjudicado como consecuencia de políticas extractivistas y medioambientalmente criticables de empresas que, además, son de capital extranjero.
La disyuntiva que se plantea interesadamente entre la libertad que ofrece el libre mercado y la igualdad es un falso dilema. No hay libertad en la pobreza ni en la miseria, por supuesto. Pero tampoco la hay en la desigualdad material. Es necesario revisar y retirar políticas por razones éticas y morales. Pero, si se carece de escrúpulos, también conviene desechar las que han demostrado ser malignas desde una perspectiva puramente económica. Los estudios más actualizados prueban que las posturas semi psicopáticas que sostenían que a mayor desigualdad más crecimiento porque existen incentivos para mejorar para los pobres (que aparentemente son pobres porque quieren. Vagos, más que vagos) son equivocadas. En cambio, las desigualdades de renta a partir de determinado nivel (de verdad, argumentos eficientistas que a veces asustan) lastran el crecimiento económico, si es que ésa es la obsesión ciega de diván que tenemos, porque impiden utilizar el factor de producción trabajo en su óptima medida de productividad.
Lo de Chile no fue nunca un milagro. Fue, en cambio, un sacrificio programado y sistemático de las capas inferiores de la población, convertidos en víctimas (económicas) en el altar del capital, chileno y extranjero. Llamarlo milagro es un insulto para la historia. Como escribió alguien a quien esto le pilló muy cerca: “¿Es éste el mundo que creaste, Dios mío? ¿Para esto tus siete días de asombro y trabajo?”.